24 mayo 2006

La Otra Psicologia VII

«Exorfinas»

Tengo que reconocer que por ahí me da por inventar palabras, algo bastante frecuente entre los innovadores, los poetas, los esquizofrénicos y los charlatanes. Aunque yo prefiero pensar que participo del primer grupo y me permito codearme con los del segundo, admito el riesgo de mantener el evidente neologismo del título de la nota.

En vista de que no puede haber una psicología sin cerebro o que no tenga en cuenta las condiciones materiales de existencia, la Psicología Clínica Basada en Pruebas obliga a mantenerse actualizado en materia de neurociencias y respetar los aportes de las ciencias sociales alejadas de la pavada posmodernosa. Una psicología literaria derivada de la reflexión acerca de cómo funciona la gente siempre es bienvenida. Pero no alcanza, a menos que sea complementada en una sólida base científica por más que la promuevan con términos pomposos tipo “profunda”, “dinámica” o similares que en realidad pretenden sugerir que es de la buena.

Y de acuerdo a lo que nos vienen enseñando las neurociencias, todos tenemos en alguna parte de nuestro sistema nervioso central (entre otras cosas, claro) una sustancia bastante bondadosa, que parece que está puesta ahí para que lo pasemos bien. Casi como inventada para mí, vea...

Se trata de un neurotransmisor que se desparrama por los centros ubicados en el diencéfalo, de una composición muy similar a la morfina o a cualquier opioide. De ahí su nombre, “endorfina”, que significa ‘morfina interna’. Pero que la fabricamos nosotros solitos. Lo que se dice autogestión, que siempre es buena cosa. Además parece que el bendito compuesto es bastante ubicuo, ya que también ayuda a mitigar el dolor, e induce la producción de serotonina, que es la que nos manda a dormir en su permanente balanceo con la melatonina.

Admitiendo que todo el asunto es mucho (¡muchísimo!) más intrincado, igual vale la pena mandarnos directo a las consecuencias de saber esto: podemos generarla nosotros mismos si aprendemos cómo hacerlo.

Empecemos por una buena noticia entonces: hay cosas que hacemos desde afuera capaces de garantizarnos sin riesgo, una generosa dosis de la cosa esa. Por eso lo de exorfinas, o sea unas endorfinas externas, y perdonen lo retorcido del oximorón. ¿Me capta?

A nadie se le escapa que estoy hablando de una droga, o sea de una sustancia que uno se enchufa desde fuera del cuerpo cualquiera sea su composición, con un enorme potencial de generar adicción.

No me sale bien eso de andar criticando a la gente que la quiere pasar bomba jugando con la química, pero igual me parece medio idiota no aprovechar el dato para agenciarse el mismo resultado de arriba y sin costo. Algo que podemos hacer tranqui sin convertirnos en zombis babeantes, ni meternos con gente jodida que trafica alguna sustancia ídem.

Es que cuando nos zampamos algo que induce químicamente este neurotransmisor, reemplazando el made in casa, el cerebro deja de producirlo por su cuenta. Y cuándo se nos gasta, nos manda a patalear por más; eso se llama abstinencia, algo que nos pone de la nuca hasta que la conseguimos, o hasta que volvemos a poner en marcha la producción por cuenta propia. Y ya sabemos cual es el costo de importar todo y dejar de fabricar adentro lo que debemos y podemos producir. Así le fue al País con eso de la apertura, valga la analogía.

La ganga de las endorfinas es que nadie nos puede meter en cana por llevarla en el bolsillo, consumirla en público, o pasársela a otros. Tampoco nos esclaviza teniendo que ir a conseguir otra dosis, ni nos mata a la larga. De paso ni se dan cuenta cuando nos estamos dando; y si se dan cuenta es todo un gustazo estar surtiéndose a una droga tan poderosa en las mismas narices del botón, del buchón, o de la yuta sin que puedan impedirlo. No hay monaguillo, funcionario o moralista que valga.

Hasta laboratorios medicinales, de esos que no curan nada y curran mucho con sus diazepanes con nombres de fantasía (como cualquier Cartel de Cali o de Juárez, pero legal) se tienen que quedar con todo el stock en la estantería.

La psicología de la buena (esa que no los va a andar persiguiendo con supuestos motivos inconscientes o míticos deseos de hacer alguna cochinada con su vieja para interpretar lo que no necesita interpretación), ha desarrollado una lista de modos de obligar al cerebro a producir más de esa maravilla, todos confirmados por diversas investigaciones dentro de los cánones más rigurosos. Por ejemplo (y se aceptan sugerencias):

• Dormir a pata ancha como para rajar la cama y despertase descansado.

• Tener relaciones sexuales bien terminadas, a mano, o a dúo y/o en equipo, a elección.

• Ilusionarnos con algún proyecto y fantasear mientras le vamos dando para adelante.

• Darle gusto al cuerpo, con deportes, bailar, trotar con el perro o cualquier otro bicho.

• Cantar, charlar con los amigos. O con el gato.

• (Eso: tener animales, son expertos en el tema).

• Y sobre todo, reírnos seguido y con ganas.

Yo tengo otro que me gusta mucho: viajar. Pero no tengo información sobre si ha sido investigado en su efecto exorfinógeno. Hasta que tenga alguna evidencia más contundente lo dejo como una cuestión de gustos. En cambio tengo una idea que puede ser un buen recurso para traficar con esta droga durante un mes entero al año, y que pretendo dejar como mi contribución fundamental a la humanidad, mientras trato de indagar su eficacia. Paso la fórmula como Copyleft, o sea no cobro por derechos de autor, basta con mencionar al descubridor:

Declarar el Mes Cumple: el cumpleaños es una convención tan artificial como cualquier otra, y no hay nada que nos impida usarlo de exorfinoide. Es parecido al no-cumpleaños de Alicia, la del país ese, ¿se acuerda?, bueno algo así, pero menos fantasioso y que funciona.

Instrucciones:

1. Empezamos por avisar que todo el mes ¡Ommmm!, nada me conmueve, nada me perturba, ¡todo bien, loco...! (conviene repetirlo como un mantra todos los días de ese mes al despertarse). 2. La semana donde cae el susodicho día, joda e indulgencia hasta donde nos dé el cuero y el nutricionista nos lo permita. 3. El día del cumple, descanso, que festejen los otros, que no es cosa de ser egoísta tampoco. 4. Finalmente seguir hasta que se acabe el mes y preparando el próximo cumple.

Si uno está realmente dispuesto a hacer correr la exorfina en una festichola personalísima no habrá modo de impedírselo. Ni con la DEA.

Mientras tanto habrá que agregar un artículo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a una dosis razonable de exorfinas al día”. Y si es posible deberemos extender ese derecho a los animales. Mi perro Bruno ya se las ingenia bastante bien para generar su propia merca. Da envidia, mire...

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

La Otra Psicologia VI

"Confidencia"

Los psicólogos somos chismosos vocacionales; el requisito es que no andemos contando los chismes. Una lástima mire, porque así se pierde lo más sabroso del conventilleo. Pero así es como es, qué le vamos a hacer. Parece mentira que haya que andarlo machacando cada tanto porque parece que a alguno se lo olvida o no le presta la debida atención.

La gente suele ir a visitar al psicólogo cuando no quiere bancarse desguarnecida los esperables aprietes de la vida. Simplemente vienen porque confían en aquello de que dos cabezas piensan mejor que una, y mejor que una de ellas esté fuera del agua. Y la condición para seleccionar al candidato a depositario de intimidades, ya sea cura, cantinero, manosanta, psicólogo, médico o amigo es justamente que sea capaz de mantener el pico cerrado.
Depositar la confianza en un confidente supone confiar que no sea infidente. Vea qué notable, todas esas palabras como confianza, infidencia, confidencia son derivadas del término fidenza, o sea, fe. No será por nada, digo.
Esto viene a cuento porque hace un par de semanas pasó por el consultorio una mujer del interior de la provincia que me avivó de algo que no creía que pudiera estar ocurriendo.
—Mire, cuenta usted con un profesional en su propia localidad; no es que me niegue a atenderla, pero creo que le sería más cómodo ir allá —. Quise orientarla, para un mejor uso del servicio público de salud.
—Lo que pasa don Licenciado es que si uno cuenta algo allá a la media hora se enteró todo el pueblo…
Con lo cual me obligó a leerle el reglamento: el psicólogo no puede hacer eso.
Uno debe ser prudente en este punto. Capaz que no pasara de un malentendido producto de una natural desconfianza, apenas que una imaginaria leyenda rural. Pero ocurre que se ha repetido y por más sensato que uno se pretenda el asunto obliga a mirarlo de cerca.
Cualquier adolescente sabe que si le cuenta algo a un amigo, que al otro le dé por desparramarlo es una perrada imperdonable. O casi. Esa indignación espontánea ante la infidencia informa de su naturaleza moral, y vale para todas las edades y todas las relaciones cotidianas.
En situación de consulta la recomendación de guardar absoluta reserva sobre todo lo que se dice va más allá de una cuestión puramente ética, o de prevención de un daño potencial. En nuestro caso se suma un factor de orden práctico ineludible, porque ¿quien diablos va a concurrir a contarle nada a un psicólogo jetón, bocaza, y/o estómago resfriado, y sinónimos pertinentes? El argumento más poderoso para recurrir a los servicios del susodicho se viene al piso de inmediato.
Y aquí no hace falta adherir a algún enfoque alternativo al hegemónico ni a ninguna Psicología Basada en Pruebas que valga. Todos los códigos de ética sin excepción (abogados, médicos, contadores, sacerdotes, y los que se pongan) subrayan la obligatoriedad de la confidencialidad, el secreto profesional, la reserva y la discreción.
Por supuesto que hay unas pocas circunstancias en las que es razonable considerar su fundamento y, eventualmente, su levantamiento. Por ejemplo aquellas ocasiones en las que se puede entrever riesgo para el propio sujeto o su entorno, o cuando hay un pedido de informe pericial previo, o en los casos de interconsulta con otros colegas. Igualmente, esas situaciones tienen encuadramientos perfectamente establecidos, son claramente comprensibles, y se pueden especificar a los interesados.
Puedo comentarle a otros implicados lo que opino, eso será meramente opinión. Pero lo que me cuentan es secreto.
Ni discutir que el secreto profesional corresponde exclusivamente a los individuos. Ni al grupo, ni a la familia, ni a la pareja, ni a los padres. Se los puede reunir para una intervención conjunta, pero primero hay que hablar con cada uno por separado, y cada quien cuenta hasta donde quiere. Y el psicólogo se queda en el molde si no tiene permiso explicito.
Cuando creo que hay algo que el otro debería saber, puedo recomendar que se deschave, e incluso proponerme como mediador para que resulte menos penoso. Fuera de eso, el individuo es el único dueño de lo que dice, no importa su edad, género, condición civil, o problemática personal.
Lamentablemente en las repetidas transgresiones que a uno le cuentan, la víctima suele simplemente borrarse de la consulta; y el falluto ni se entera. Con lo que no sólo se embroma el cliente que sigue, sino que se carga un poco a la propia profesión.
¿Que puede hacer un consultante cuando cree que su psicólogo no está respetando la privacía, no cuida la reserva debida, o simplemente es un buchón?
Lo primero es señalarle que espera de él que se calle lo que tiene que callar. También puede recurrir a la Comisión de Ética su Colegio Profesional para que tome medidas. Y si encima cree que ha sido perjudicado por la indiscreción le queda la opción de iniciar una demanda por mala praxis.
Lo lamento por lo colegas que no aprendieron que ser chismoso convencional es contrario a la profesión, y prefirieron ejercitarse esa “teoría” basada en el arte de la insinuación maliciosa que brindan nuestras atrasadas facultades de psicología.
Volviendo a los derechos del consultante que vengo promoviendo: tiene usted derecho a exigir de su psicólogo la más absoluta reserva de todo lo que llegue a enterarse y que usted no consienta en revelar. En caso de que no se respete este derecho, es su opción hacer valer el escarmiento.
Y si el aludido es incapaz de mantener el pico cerrado, pues que se busque otra profesión...

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

La Otra Psicologia V

«Enfermos»

Ser amurao por una percanta, como dice el primer tango cantado, no es un enfermedad, aunque duele más que una uña encarnada que sí lo es, máxime si se te infecta. Puede que, como a su vez sugiere el bolero, te lleve a la locura —utilizo aquí el término en el sentido de sufrimiento y pérdida del control tal como se usa convencionalmente— pero, como no es loco el que quiere sino el que puede, zafamos con el tiempo. Vale, por lo tanto, extremar la precaución en el uso del término “enfermedad”.

Tengo buenas razones para no admitir que exista una cosa que pueda denominarse “enfermedad mental”. Thomas Szas lo dejó re-claro hace años, en un libro precisamente llamado “El mito de la enfermedad mental”. Aunque puede desconcertar tanto al público en general como a los profesionales, persuadidos desde siempre que se trata de una entidad demostrada, hay sólidos argumentos y variadas pruebas al respecto como para descartarlo como una ficción más.

En mi práctica cotidiana las personas normales y saludables que vienen a plantear problemas normales y personas normales que enfrentan condiciones excepcionales constituyen el grueso de las consultas. Los casos anormales (en el sentido, aquí sí, de enfermedad) son menos y, cuando los detecto, tiendo a manejarlos en colaboración con otros especialistas. Como sea, todos requieren de apoyo, orientación, asesoramiento o lo que convenga.

La persistencia del concepto de enfermedad mental tiene sus orígenes en que las primeras sistematizaciones surgieron del ejercicio de la medicina, en especial de la psiquiatría. Llama la atención que los “teóricos” que ponen cara de asco cuando hablan de un supuesto “modelo médico hegemónico”, sean los mismos que luego salen con la boca llena de expresiones propias de la medicina. El modelo médico es un enfoque perfectamente pertinente en el ámbito correspondiente pero fuera de éste, sus términos tienen un valor meramente metafórico, o sea ilustrativo y con fines didácticos,

Cuando se habla de “enfermedad social” o “sociedad enferma”, o “economía enferma”, se trata de un “como si”. Las sociedades no se enferman, pero sus contradicciones y sus desigualdades llevan a sus miembros a enfermarse. Que una sociedad puede ser enfermante es algo que la medicina actual reconoce al considerar que muchas patologías tienen raíces en condiciones socioeconómicas y antropológicas, o que el estrés personal puede disparar o agravar la mayoría de las enfermedades.

No restringir la analogía puede conducir a proferir exabruptos tales como que una maquina está “enferma” simplemente porque no funciona como nos parece que debiera funcionar. Un disparate, que quiere que le diga…

En cambio tiene sentido usar la expresión “salud mental” (insistimos en el sentido metafórico) para referirnos a las condiciones adecuadas de desempeño personal y relaciones satisfactorias con nuestro entorno.

El uso inadecuado de una analogía no implicaría mayor problema si no fuera porque algunos colegas tienen la fea costumbre de encajar a todos los consultantes en algún casillero psicopatológico. Esa forma perversa de poner cartelitos en la frente a las personas apenas llega a insulto malicioso cuando nos las queremos dar de cultos y refinados. Así es como nadie se escapa de ocupar un lugarcito en el listado del DSM-IV (un código convencional, algo así como la Biblia de los que andan en el tema), como portadores de una que otra etiqueta de “obsesivo”, “neurótico”, “histérico”, “narcisista”, “paranoide”, “psicópata”, y siguen firmas…

Los psicólogos que sostenemos una orientación diferente a la dominante hoy en día en las universidades argentinas entendemos que esto nos lleva a un dilema un tanto incómodo: si no hay enfermedad, los psicólogos no curan nada. ¿Qué hacen los psicólogos clínicos entonces?

Pues eso, tratan con algo igual de importante pero que no constituye enfermedad: se enfrentan con lo que podemos llamar más propiamente problemas del vivir. O colaboran con otros profesionales de la salud en aquellas enfermedades propiamente dichas que inevitablemente implican factores de tipo social o psicológicos. Porque al fin y al cabo enfermarse es malo para la salud mental, y tener problemas psicológicos puede agravar una enfermedad “dendeveras”.

Lo cual nos permite zafar de ese odioso vicio de zamparle a la gente rótulos supuestamente médicos o a sugerir “terapias” cuando simplemente estamos ayudando a superar situaciones, conductas, modos de ver o relacionarse, de esos que producen insatisfacción, sufrimiento, o trabas a sus expectativas.

Haciendo la salvedad explícita de aquellas dolencias en las cuales hay claros componentes de tipo orgánico que son tema de las neurociencias y la psiquiatría que requieren de una evaluación especial, de poco sirve tratar a alguien (a quien se insiste en denominar “paciente” cuando en realidad es un consultante), de un modo ofensivo con enormidades que aparecen en los manuales de Psicopatología.

Sólo una minoría de sujetos padecen, por ejemplo, de una enfermedad depresiva de las de veras, mal que le pese a los traficantes de angustias y/o pastillitas, de esos que se despachan muy orondos por la tele asegurando que todos son depresivos. Después de todo es de esperar que la gente se deprima de un modo muy natural cuando le pasan cosas, o mantenga estilos de funcionamiento que debe corregir.

El consultante más frecuente suele estar tan sano como su psicólogo (incluso a veces más), y lo que necesita es que alguien le escuche, le hable, lo oriente. Lo suficientemente cuerdo como para aceptar que otros profesionales puedan prescribirle medicación, de ser conveniente. Pero eso es otro tema al cual le caeré encima cuando tengamos otra oportunidad.

Como de costumbre, ahí va el aviso de reclamos: todo consultante tiene derecho a pretender que su psicólogo se abstenga de ponerle motes y rótulos. Tienen derecho a que se deje de sugerirle “terapias”, o considerarlo “paciente”, o pretender que se lo está “curando” de algo. Y a resistirse ante la amenaza de que algo terrible le puede pasar si discute abiertamente con su “terapeuta” sobre lo que cree conveniente para su bienestar.

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

La Otra Psicologia IV

«Niñitos»

Mi relación con los niños es uno de esos afectos no correspondidos. Ellos tienen buena onda conmigo, pero yo no siento especial predilección por los locos bajitos. Sencillamente ellos me tratan de un modo especial, no sé bien por qué, y yo los respeto como sujetos completos. He intentado descifrar las causas de esa buena disposición y no se me ocurre otra cosa que pensar que se debe a que los trato de un modo directo, como a otros adultos sin demasiadas vueltas. No los niñifico.
Cuando reviso todas las cosas que pretendieron enseñarme en la facu al respecto, me doy cuenta de que me sirvió de poco, salvo para abandonar ficciones ociosas. Al final terminé por tirar todo al cesto de las teorías inconducentes, junto con presuntos traumas inconscientes, dibujitos, plastilina, o jueguitos interpretados. Y me fue bien, que quiere que le diga.
No estoy seguro de que siempre resuelvo igual de bien todos los problemas que me traen los padres, pero puedo garantizar que así la pasamos bárbaro en las entrevistas y entramos en esa rápida y relajada complicidad que facilita las cosas. Al menos tengo claro que cuanto menos psicólogo es mejor para los chicos. Me resulta detestable convertirlos en “carne de consultorio”, pues sé que los hace sentirse diferentes y deficitarios en algún sentido.
No hay duda de que en los casos especiales en que han sido victimas de alguna forma de abuso o maltrato se debe seguir un curso cuidadoso pero, en términos generales, lo mejor es charlar un rato con ellos —más que nada como una cuestión de respeto, por aquello de que está mal hablar de las personas a sus espaldas y sin conocerlas—, y dejarlos en paz. O sea, finiquito el asunto y me mando a orientar a los adultos que lo atienden.
Importa poco si quien pasa la mayor parte de su tiempo con él es su madre, su abuelo, la empleada, o el gato (bueno, el gato no; parece que a los gatos no les interesan las teorías psicológicas). Lo que interesa es promover adecuadas habilidades y destrezas para generar un entorno adecuado en las personas interesadas en ayudarlos, algo que rinde muy por encima de la hora semanal con el psicólogo. En cuanto a los más grandecitos, creo que es preferible pasarlos a la categoría de adultos y tratarlos como tales. Eso lo agradecen.
Con los que vienen empujados por maestras que se creen en la obligación de inquietarse por lo que les dijeron que eso era psicología en la escuela de maestros, luego de un breve interrogatorio a los padres sobre puntos delicados, me basta con emitir una nota señalando que “se encuentra en evaluación”. Al parecer se “curan” mágicamente. Desde chicos calladitos hasta supuestos problemas de conducta, o ese invento de onda de porfiar que todo chico inquieto es víctima del famoso “síndrome de Atención Dispersa por Hiperactividad”, y negocios afines.
Y para los casos especiales de problemas infantiles de verdad, prefiero guiarme por los criterios emergente del enfoque de la Psicología Clínica Basada en la Evidencia. Este es un planteo que requiere que se aplique procedimientos bien fundamentados, y adopta sólo aquellos recursos que han sido garantizados por investigaciones rigurosas de diferente tipo: al menos una epidemiológica (frecuencia, prevalencia, incidencia, y cosas por el estilo), y otra experimental con grupos comparativos.
A modo de ejemplo de esta tendencia puedo mencionar un estudio clínico controlado que estoy realizando en la actualidad, y que considero relevante porque afecta bastantes pibes desde siempre. Ahí va…
Mojar la cama más allá de cierta edad, a partir de los tres o cuatro años, es una de esas cosas con potencial para arruinarle a uno esa felicidad a la que o deberíamos tener de entrada como un derecho irrenunciable.
La teoría tradicional insiste en que se trata de “un problema emocional”. Lo cual no es tan errado: hacerse pis en la cama produce una serie de consecuencias emocionales muy desagradables, aunque nunca fue demostrado que la causa fuera algún problema emocional, salvo excepciones evidentes. Como sea, se justifica hacer algo para que deje de ocurrirles, máxime si vemos que mejoran notablemente en otras cosas cuando eso deja de jorobarles.
Pues bien, hay soluciones, y desde hace años: un entrenamiento de unas pocas semanas, monitoreado por los padres, (o quien le toque, y liberamos al gato de la responsabilidad) o autoadministrado por los más grandecitos. No les cuento ahora los detalle porque se me hace demasiado largo aquí —Bueno, si me lo piden bien, se los prometo para otra—.
Por el momento puedo adelantarles que los resultados son prometedores, sin efectos colaterales, y con un porcentaje de fracasos que pueden ser fácilmente explicados.
Vaya uno a saber porqué este recurso no se ha generalizado, siendo tan fácil de aplicar. Posiblemente será porque va en contra de la idea de que resolver el “problema emocional subyacente” demanda un periodo prolongado de sesiones de (otra vez) dibujito-plastilina-jueguitos-interpretación, o porque a los laboratorios les viene bien inducir a los pediatras a prescribir durante más de un año fármacos carísimos de dudosa eficacia.
Valga como ilustración que puede servir para exponer el rumbo que debiera irse imponiendo si buscamos una eficiencia aceptable en incrementar el bienestar de los pendex, en éste y otros aspectos. De paso, realza las ventajas de mantenerlos un poco alejados de los psicólogos. En especial de aquellos que continúan sin querer actualizarse y le siguen dando a los dibujitos, la plastilina y/o los jueguitos, como si sirviera para algo.
Que no tienen nada de malo, pero mejor dejarlos para divertirse en casa.

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

La Otra Psicologia III

«Años»

Todos sabemos que una gripe nos tira a la cama una o dos semanas y no hay remedio que la cure, aunque sí vacunas que pueden prevenirla o disminuir las probabilidades de que nos la pesquemos. También sabemos se puede aliviar sus molestias con algunas porquerías, pastillitas, te con limón, mimos, y si es posible un poco de coñac junto con cada una de esas cosas. Cuando nos lleva meses entre toses y mocos, empezamos a sospechar, que el matasanos no es lo suficientemente competente para descubrir que no se trata de una gripe.

Valga la analogía para figurarnos lo que suele pasar en la práctica de la atención psicológica hegemónica en nuestro país. (En Europa también se consigue…).

Hubo un tiempo en que en nuestro país era una marca de clase presumir que no se podía vivir sin estar en tratamiento permanente con algún “terapeuta” de renombre. Como si todos fueran victimas del equivalente de alguna de esas enfermedades que no tienen cura para las cuales el tratamiento continuo permite un manejo razonable de la patología y una buena calidad de vida con una vigilancia cuidadosa y disciplina en la medicación y/o la dieta. Una diabetes o alguna disfunción metabólica, digamos…

Es por eso que, cuando a algunos psicólogos nos cae un consultante que relata con toda naturalidad y hasta con una especie de orgullo insólito que lleva años de “terapia” no nos resulta insólito ver personas atrapadas durante un tiempo excepcionalmente largo en situaciones que por lo general juzgamos inaceptables. Tan admitida está esa experiencia que, ante la pregunta de rigor de si tienen alguna dolencia de tipo crónica que lo justifique, parecen no entender el concepto.

Y bueno, el que tiene plata que haga lo que le contente, y es asunto suyo gastarlo como le acomode y con quien le haga gusto. Después de todo debiera tenernos bastante sin cuidado que un profesional que cree que esto deba ser así logre que se le apunte un parroquiano dispuesto. Pero sería conveniente que quien no la tiene al menos sepa que existen alternativas a la prolongación infundada de sus padeceres.

Hay que admitir que las cosas han ido cambiando y, si bien la espantosa crisis laboral que pasamos no ha tenido ningún beneficio apreciable, al menos sirvió para que mucha gente zafara de ciertas trampas de la cultura.

Sin embargo hay colegas que no han sabido o querido adaptarse a la razonable demanda de un público cada vez mas exigente, y les cuesta entender que aquellos tiempos de “conseguir una buena vaca lechera” (vieja humorada cínica de estudiantes de psicología) se fueron para no volver, toda vez que las investigaciones desde hace bastante tiempos señalan que salvo en los cuadros de tipo crónico o de tratamientos complejo juntos con otros especialistas, por lo general más allá de la octava sesión, los beneficios de una intervención son limitados o al menos dudosos.

En concordancias con estos hallazgos, la tendencia actual de la Psicología Basada en la Evidencia propone establecer objetivos bien acotados y criterios para su cumplimiento. También recomienda proponer al consultante buscar otra alternativa si, al cabo de un tiempo prudencial, no perciben resultados. Quizá eso pueda ir contra ciertos intereses, pero con un poco de buena onda se puede confiar de que prime la honestidad profesional. Después de todo, el prestigio profesional es la inversión más lucrativa, y eso se obtiene por medio de la actualización en nuevos y más rigurosos modos de enfrentar los problemas que nos traen los consultantes.

Lo que en términos generales es como mínimo una cuestión de decoro, en ámbitos como la salud pública se convierte en apremiante, ya que no tenerlo en cuenta supone un desperdicio de esfuerzo que termina abarrotando de un modo inaceptable nuestros servicios. Esas largas listas de espera suponen dejar sin ayuda a quienes no están en condiciones de esperar. Basta con mirar para adentro y ver que siente uno cuando oye eso de que “no hay turno hasta dentro de dos o tres meses”, algo que ocurre cada vez más seguido en nuestro sistema de salud.

Es sabido aquello de que la justicia que tarda no es justicia, y el concepto puede extenderse legítimamente a la atención psicológica, porque de nada sirve una ayuda prometida cuando la solución pasó de largo por puro alargue del tiempo complementario. (¡La hora, referí…!)

No todos los psicólogos adherimos al mismo enfoque ni tenemos los mismos objetivos o utilizamos iguales procedimientos. Estirar la intervención más allá de cierto tiempo puede ser un modo de complicar el asunto y, excepto en patologías crónicas comprobadas, los procedimientos más acotados en el tiempo son más beneficiosos, por aquello de que mucho no significa mejor.

Mientras la demanda del público conduzca a nuestros profesionales a cambiar de enfoque o al menos a atreverse a explorar otras alternativas de intervenciones que le ahorren años de sufrimiento innecesario, el consultante tiene derecho pleno a decir “es suficiente”, sin la amenaza terrorista de que le puede pasar algo inimaginable, o le atribuyan alguna peregrina intención de “huída hacia la salud”.

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

23 mayo 2006

La Otra Psicologia II

«Silencio»

Difícilmente alguien en su sano juicio sería capaz de cuestionar la noción de que un psicólogo debe ser una persona con una amplia capacidad para escuchar. Psicólogos sordos o hipoacúsicos hay, pero ciertamente encuentran modos de compensar su handicap.Saber guardar silencio y una gestualidad que estimule exteriorizar las cuitas y contar lo que duele debe figurar en el repertorio de un psicólogo clínico de un modo insustituible, no importa su orientación teórica, su estilo personal, o su experiencia profesional.Hasta ahí la cosa, no veo como no estar de acuerdo con eso de quedarse en el molde mientras el otro desgrana, entre lagrimas y mocos, entre broncas y vergüenzas, todo el espinel de anzuelos enganchados en la línea media de su cuerpo que pasa por su cabeza, su corazón, sus gónadas. Sin embargo por alguna razón las cosas han ido enfilando progresivamente para el lado de los tomates, y algunos -por fortuna no todos- terminaron en psicólogos mudos.Tengo fresco aun en mi memoria lo bien que se me daba, durante mis años de formación, eso de «poner cara» y obligarme estoicamente a cerrar el pico durante un rato largo, no importaba lo que dijera el interlocutor. Hasta solíamos parodiar verdaderos concursos de resistencia lacónica ante largos lapsos taciturnos o exabruptos descomunales. Se me ocurre que, a pesar de mi temperamento tirando a expresivo y jetón, debo haberlo hecho impecablemente y ganado alguna que otra «Medalla al Silencioso Recalcitrante». Me reservo por mera delicadeza revelar lo que opinaba por entonces cuando algún «genio» magistral nos infiltraba oficiosamente cosas como «este silencio permite interpretar el silencio anterior», o exaltar a la deidad escolástica correspondiente y celebrar frases que caracterizaban al silencio como «el oro del analista». Lo del pequeño saltamontes al estilo Kung-Fu nunca fue mi fuerte, y si alguno insinúa que se trataba de soberbia post-adolescente, no veo como defenderme ni estoy demasiado dispuesto a dar explicaciones.Lo que el sentido común de aquellos años me dictaba bien podría haber sido morigerado con el tiempo, pero ocurrió que al maldito menos común de los sentidos terminó por apuntalar la idea opuesta, convicción reforzada por la experiencia en el trabajo, las investigaciones bien contrastadas, y el surgimiento de rumbos novedosos en la psicología clínica.Terminé persuadido de que, al igual que la música está compuesta de sonidos y de silencios, cuando dominan exclusivamente los silencios los oyentes se van levantando de sus sillas y enfilando para la salida con cara de asco.Más o menos lo mismo que hacen los consultantes más razonables cuando el profesional le da por mantenerse rigurosamente apegado al libreto que le enseñaron en la Academia. Los más pacientes (valga el doble sentido) en cambio se quedan porque todavía no se enteraron de que hay otro modo de conseguir lo que buscan o necesitan.«No me hablaba, y me cansé» o alguna variante igualmente airada, es la fórmula que suele exteriorizar el motivo para cambiar de profesional, no importa si privado o público. Un argumento incontestable en el que naufragan mis intentos por defender al colega. Y que le estampillen al consultante la remanida frase pret-a-porter «y a usted, ¿qué le parece?» ante la demanda de opinión sobre el problema expuesto, termina por no dejarme otra que conceder que su enojo está fundamentado.Reclamar un involucramiento más participativo puede conducir a una insinuación maliciosa sobre la resistencia, o peor, la presunción de que tal reclamo es un intento de psicopateada. Como si el cliente pretendiese sacarles más de lo que se merece a cambio del privilegio de ser recibido en la guarida terapéutica, y pagar por eso.No tengo la menor idea de cómo se las van a arreglar en el futuro aquellos colegas a los que «desde la teoría» les dicen otra cosa. Desde la mía me dicen exactamente lo contrario. Algo que para la Psicología Clínica Basada en Pruebas -una tendencia que se ha ido afirmando en todo el mundo- es ya un tópico fuera de discusión.Quizá no sea mala idea para los psicólogos hieráticos ir reconvirtiendo sus creencias en función de los resultados de la investigación científica rigurosa. Alguna vez me tocó a mí, y sigo vivo y haciendo lo que creo que es lo correcto en mi profesión.De ahí que tenga por costumbre y por norma conversar con la gente. Y a preguntar, a sugerir, a proponer alternativas, a señalar las consecuencias más probables de una u otra decisión, a instar a buscar otros modos de revisar el problema. Incluso me siento en la obligación de promover experiencias y aplicar recursos probadamente eficaces que le permitan a los emproblemados adquirir nuevas habilidades y destrezas para mejorar su modo se entender, sentir, comportarse, o relacionarse con su entorno. Al fin y al cabo para eso me pagan.En cuanto a los consultantes no puedo menos que leerles sus derechos (como en la “Ley Miranda” de los policiales, ¿vio?):«Tiene derecho a que le contesten sin chicanas a todo lo que pregunta», «Tiene derecho a que le expliquen los detalles de los procedimientos», «Tiene derecho a que el psicólogo deje de hacerse el misterioso, el profundo, o el oscuro», «Tiene derecho a que le hablen». Después de todo, los que se aguantan los resultados del ese reconcentrado silencio de discutible eficiencia son los que ponen el cuero en cada sesión.
Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica.
E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

22 mayo 2006

La Otra Psicologia I

"Contaminados"

Estoy dispuesto a admitir que un profesional puede decidir no prestar sus servicios si no lo considera conveniente, o simplemente no desea hacerlo (algo discutible: algún compromiso asumimos cuando nos graduamos, ¿no?). No lo digo por mera corrección política, sencillamente prefiero reservarme el mismo derecho para situaciones muy excepcionales.

Aun así, negarse a atender psicológicamente a alguien porque conoce de algún lado al candidato, o porque trabaja ahí mismo donde uno, o porque es familiar de otro paciente resulta, cuanto menos, infundado. Como argumento es de cuarta y, si revisamos bien, en ningún Código de Ética Profesional dice que se le deba retirar la atención a un consultante por esa razón. O sea que asumir que ese rechazo se deba a "una cuestión de ética" apunta a disparate.

Para entenderlo mejor es inevitable remontarse a los orígenes de todo este asunto, que debe datar al menos de un par de milenios. La cosa viene de los médicos allá por lo de don Hipócrates, que parece que recomendaban no atender a familiares y amigos propios. Algo bastante razonable en vista de lo azaroso de andar trasteando con la humanidad de un pariente o amigo, gente con la cual uno se pone nervioso y se hace difícil mantener la ecuanimidad. Y es que si se le moría o quedaba algo averiado, no sólo se ganaba la pena o la culpa, sino que capaz que le generaba un considerable chisporroteo con la familia o las relaciones. Las propias, obvio. Visto en clave cínica y socarrona no faltará quien prefiera suponer que la cosa tenía más que ver con que siempre resulta incierto el reclamo de honorarios a parientes y amigos, muertos o sobrevivientes.

La cuestión fue juntando polvo y formalización con los siglos. Pero eso sí, sin exagerar porque de extenderse a meros conocidos, compañeros de trabajo, parientes lejanos, o a familiares, amigos y conocidos de los mismos, terminaba con que el pobre médico se quedaba sin pacientes a la primera de cambio.

Hasta ahí la cosa resulta comprensible, y los psicólogos clínicos, con muy buen criterio, asumieron una tesitura similar para su práctica profesional desde que se creó la especialidad.

Todo bien, hasta que arrancaron con el absurdo posmodernoso de la "contaminación", un concepto que supone que el psicólogo es un pobre tipo incapaz de tomar un poco de distancia, o ejercer la suficiente disociación instrumental como para poner entre paréntesis los motivos personales en su actividad profesional. A veces uno se pregunta para qué fueron a la facultad de psicología si no les enseñaron cómo hacerlo, o porque no los entrenan adecuadamente en plantearse estas cuestiones y resolverlas de un modo racional. O ni preguntarse porque ya sabe.

A pesar de que no todos creemos en eso del "inconsciente", por más que fuerza y buena voluntad que pongamos, ya se sabe que éste nos traiciona siempre. Y que es algo que sirve, entre otras cosas, para rechazar candidatos a "pacientes" con la excusa de que una vez vio pasar por la calle a la tía abuela del susodicho paciente. En fin, de todos modos es cosa de los creyentes perderse unos pesos en homenaje a la "contaminación" y puede que sea un gaje del oficio. En cuanto al pobre sufriente necesitado de una oreja comprensiva, mejor que se vaya del pueblo para conseguir quién le dé bola.

Eso me lo banco, pero por favor, que no digan que lo hacen por una cuestión de "ética", porque seguro que resulta una falta de respeto para los que no admitimos tal cosa, y a cualquiera le jode en serio que se insinúe que uno es un inmoral porque atiende puntualmente a todos los que llegan a un servicio público en busca de ayuda. Tirando a ofensivo, mire, una guarangada...

Ocurre que la cosa sólo tiene sentido si uno la va de psicoanalista. Pero ocurre que hay otros psicólogos que no piensan ni operan bajo los mismos supuestos conceptuales que los freudianos y prosélitos. Quienes trabajamos con enfoques disímiles -cognitivo, comportamental, o neuropsicológico, por ejemplo-- opinamos exactamente lo contrario. Para los psicólogos sistémicos que se enfocan con predilección en lo relacional, obligados a centrarse en el grupo familiar o del entorno, la cosa supone llanamente un insulto. Acostumbramos a convocar pareja, hijos, padres, o a cualquier persona del entorno, aceptamos incorporarlos incluso como nuevos consultantes si así lo demandan y, adicionalmente, intervenimos para mejorar las condiciones institucionales atendiendo a nuestros compañeros en nuestro espacio de trabajo.

Para todos estos otros psicólogos, rechazar a una persona necesitada de atención en base a un prejuicio tal como la noción no demostrada de "contaminación" puede implicar una discriminación, en especial si ese profesional es el único al que la gente puede recurrir por cuestiones geográficas o económicas.

El asunto llega a veces a niveles sublimes de despropósito, como le ocurrió a una enfermera que me consultó hace unos meses, la cual en medio de una crisis personal decidió buscar ayuda y se tuvo que comer el rechazo de la psicóloga "porque trabajaba en el mismo lugar que ella". Juro que la anécdota es verídica, y lo peores que el tema se reitera bastante seguido.

A pesar de la mala impresión anterior, decidió intentarlo nuevamente conmigo, vaya uno a saber por qué. Le aclaré que, aunque no comparto el criterio del profesional, se trataba de una decisión que hay que respetar. Con ese antecedente, no era mala idea buscar en otro lado. Para suavizar su mala impresión le recordé que eso suele ser una cuestión de piel y en ocasiones no nos sentimos cómodos con un profesional en particular, sin que nadie tenga la culpa. Quizá lo haya dicho por una especie de reflejo corporativo, pero después de todo es mi profesión.

--Es que ahí no termina la cosa --me dijo-- Ocurre que me las arreglé por mi cuenta en ese momento, y al cabo de un tiempo me la encuentro en la calle, y lo primero que me dice luego del besuqueo ceremonial fue que ya no estaba atendiendo en el hospital. Y me invitó a su consultorio.

--¿Y que hiciste?

--Para empezar le recordé lo que me había dicho en la ocasión anterior, y para terminar le zampé algo así como que, al parecer, la ética no es la misma si uno puede cobrar o no. Bueno, reconozco que no se lo dije así, más bien utilicé lo mejor de mi repertorio en.. Perdón, ¿puedo utilizar malas palabras en la consulta?.

--No me molesta. mi abuela decía que yo era particularmente boca sucia. Pero no tiene caso, te entiendo, a veces pasan esas cosas. Lamento que te hayas quedado sin atención, y me incomoda que te hayas formado una opinión tan negativa de mis colegas, pues la mayoría son buena gente. Yo también te conozco por haberte visto en el servicio, y no tengo inconvenientes.

De un modo constructivo, ya que debo concluir la nota, no me queda otra que hacerles notar a los que creen en cosas tales como la "contaminación" que nos es mala idea que la consideren una cuestión de conveniencia o perspectiva personal. Y que mantener una evidente tontería como la de que es "poco ético" atender a gente conocida del entorno personal o laboral supone ningunear a quienes no creen en lo mismo. De paso, proponer a los nuevos psicólogos que amplíen su perspectiva teórica y práctica siendo más críticos ante los planteos no fundamentados científicamente, y a quienes no la tengan clara que se entrenen en eso de la "disociación instrumental".

Mientras se van poniendo a tono algunos colegas, los consultantes pueden irse enterando de que tienen derecho a reclamar atención, y que pueden cuestionar al psicólogo que se niegue a brindarla con excusas truchas. O simplemente averiguar a que orientación pertenecen y. elegir otra que no los discrimine.

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica.

E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

20 mayo 2006

Aldo Birgier

Para cosas del pasado puedo dejarle a mano mi Ridículum Vitae, pero para el presente, hay que conformarse con saber que soy psicólogo, Licenciado en la Universidad Naconal de Cuyo de San Luis (1973), y M.A. en Psicología Médica en el Hospital Ijilov de Tel Aviv. Trabajo como Psicólogo Clínico en el Servicio del Centro Sanitario de Salud Pública de Santa Rosa, La Pampa, Argentína. Al mismo tiempo soy profesor titular *virtual* (o sea ni cobro, ni trabajo) de la Cátedra de Metodología de la Investigación de la Universidad Nacional de la Pampa (UNLPam). Este blog es para dejar en algun lado mi producción. El nombre de "Mamicordión" lo va a encontrar si lee "La caza del mamicordión" publicado por FEP en 2000. Tambien me da por inventar cosas, por ejemplo el "INOTOP", un adminículo que sirve para los sanitarios. El orden de jerarquías en casa es Primero, La Graciela, luego la gata, despues estoy yo, y finalmente el Bruno que gruñe por eso. Cualquier cosa me contacta y seguro que respondo.