19 junio 2013

EL PARTIDO MAGISTRAL


Soy un tipo cualunque que transita por la calle (o mejor por la vereda, que es más seguro), y que admite no poseer en materia legal más conocimientos que el promedio de los ciudadanos de a pie. Como mínimo acuerdo con eso de que las opiniones son libres aunque soy de los que piensan que igualmente los hechos son discutibles según se mire.
Y, según se mire, tengo derecho como cualquiera a desparramar mi opinión por el campo de orégano. En especial el campo kafkiano de lo que se debate sobre las últimas propuestas sobre el poder más aristocrático y autocrático o mínimamente democrático de los tres.
Puesto a pensar no puedo abstraerme del procedimiento inaugurado (al menos en los registros históricos) por el aristócrata Platón. Ese de inventarse diálogos truchos para hacer derivar mis puntos de vista.
Así, imaginé un interlocutor tan versado como yo mismo sobre leyes y su sentido, común o menos que común, o sea poco. Pero con un cerebro en tan buenas condiciones como cualquier leguleyo.
Mirá –me habría encañonado el interlocutor imaginado– todo esto de la “democratización” (así con comillas, para dar un manto de duda) de la Justicia (esto con mayúsculas, para darle la debida importancia) me suena a una maniobra del gobierno (con minúsculas, según venga la mano) para hacerse de todo el poder.
No veo cómo –respondo un poco inhibido–. Puede ser, pero antes me gustaría apelar un poco al criterio analítico, algo que no viene mal toda vez que un asunto suele ser complicado de tragar entero, lo cual amerita partir cualquier cosa en pedazos digeribles.
¿Cómo es eso?
Muy simple respecto al tema que nos toca: el Parlamento (lugar para hablar si lo hay), o sea Cámara de Diputados y Cámara de Senadores aprobó un paquete de seis leyes luego de discutir y dar la oportunidad de discutir a tutti cuanti...
Vale, pero igual estoy en contra.
Es un buen principio: por eso vale también ir descuartizando el asunto. Te propongo que lo hagamos como en un picadito de futbol: gol, lo cual da triunfo para un lado, para el otro, o al memos empate.
Listo –dice el otro escupiéndose las manos y agachándose para atajar.
Va el primero. Pregunta: ¿Estas de acuerdo en que todos debemos pagar nuestro impuestos por igual?
Seguro... aunque prefiero que lo que más ganan, más pongan...
Entonces: uno a cero, porque ese es lo que reclama la primera ley propuesta...
Un poco amoscado, el insigne interlocutor, tipo honesto pero poco convencido (o mejor, convencido en contra por los que se hacen llamar “los medios”), no tiene más remedio que admitirlo.
Ponete que va el segundo: ¿Estas de acuerdo con que hay que permitir que todos nos enteremos acerca de cualquier acto judicial que nos involucre? Porque eso es lo que pide la otra ley que se aprobó: que, salvo lo que razonablemente es parte del “secreto sumario”, todo lo demás aparezca al menos en Internet.
Y sí, no me gustaría que manden en cana a alguien sin saber de qué se le acusa, o que pruebas hay, o lo que sea... es natural, ¿no?
Bueno, entonces, dos a cero: eso es lo que pide la otra ley aprobada.
El gol no lo pone contento, ¿quien lo estaría, ni siquiera en medio de un picadito de penales?
Se va la tercera: ¿A vos te gusta que si se te da por entrar en un conchabo judicial, se te cuele la nuera de un juez?
Y... no, prefiero que me valoren por lo que muestro.
Esto es, por concurso, con reglas y todo eso, ¿verdad?
Seguro...
Comete el tres a cero, campeón, porque eso es lo que propone otra de las leyes aprobadas por nuestros representantes en las Cámaras.
Se lo ve un poco chinchudo pero se prepara a tirar, ahora le toca.
–A ver, decime: ¿Qué falta hacen dos Cámaras de Casación más?
–Supongo que sabés qué es una Cámara de Casación?
–Bueno, no demasiado...
–Entonces te explico: sirven para que, al igual que la que existe en el Fuero Penal, evalúen los resultados de un juicio, para que no se cometan injusticias por cuestiones formales. De paso es para que no manden al divino botón, y para que esperen el (y valga la expresión, el) “juicio de los Justos” en la Corte Suprema, que está para otra cosa exclusivamente, decidir sobre la constitucionalidad de un juicio o una ley. Eso era lo que proponía la cuarta ley aprobada por nuestros representantes.
Como se queda callado, aprovecho para declarar: atajada, o sea cuatro a cero...
Tirá el que sigue –la cara de pocos amigos daba para irse a los bifes.
–‘Ta bien: Ahora me toca otra vez. ¿Por qué limitar las cautelares? ¿Acaso eso no nos protege de que nos dejen en bolas y cuando quede claro el asunto no haya modo de arreglarlo?
De ninguna manera –contesté–. Eso está aclarado en la ley aprobada, es sólo en las cuestiones que tienen que ver con el Estado, y sólo en lo económico, porque el Estado no puede declararse insolvente: al final, si sale como se espera, siempre paga...
Me tiro para el mismo lado que patea:
Pero ¿y los casos en que hay riesgo de atentar contra los Derecho Humanos, o cuestiones sociales?
Eso está considerado en la quinta ley, incluso fue corregido por pedido expreso del CELS: son las excepciones. Además simplemente pide regular los tiempos, o sea que no demore más de seis meses y, por las dudas, otros seis meses, pero no cuatro años haciéndose el sota.
Al final lo atajo aunque con dificultad.
Cinco a cero... –remarco para calentarlo– te lo respondí.
Como no puede responder, se manda el siguiente con saña.
Preparate: Este no me lo podes parar ¿No es un modo de politizar la Justicia (así con una gran mayúscula) modificar el Consejo de la Magistratura para ponerlo al servicio del Ejecutivo?
Para nada. En primer lugar, no hablamos de justicia, simplemente es el Poder Judicial, que estaba en manos de dos corporaciones la de Abogados y la de Magistrados (o sea los jueces), con un pobre tipo delegado por el Ejecutivo. Eran trece que decidían sobre nombrar jueces, y/o mandarlos a juicio cuando se mandaban una deyección (mirá que delicado soy), y que un Jury de Enjuiciamiento decidiera: ahora, la sexta ley propone agregarle seis más, y que tres sean de los abogados y tres de los magistrados. La mitad elegidos por los ciudadanos en los comicios. No está mal...
Pero eso es un escándalo! ¿Cómo va a elegir el reo a su juez?...
El reo, en este caso es el Pueblo, quiero decir, pero prefiero no salirme del reglamento por la gritería de la imaginaria tribuna.
El “reo”, o sea vos y yo, no elige nada: simplemente elige a seis consejeros adicionales, lo que lleva el cuerpo a diez y nueve. Al parecer pensás que el oficialismo va a sacar todos en las elecciones (buen reconocimiento de derrota previa). Aunque eso ya lo venís haciendo con los Jueces de Paz.
Pero igual... –amagó para el otro win antes de patear a fondo– le da poder a quien no sabe de leyes...
No digas... ¿O sea que los únicos que saben de leyes son los que pasaron por la facultad de ídem? ¿Y qué pasa con todos los académicos que saben sobre el tema tanto o más que algún abogado partidista, o un juez llegado al puesto por chanchullos familieros? –atajo con elegancia, y para fastidiar devuelvo la pelota de cabeza agregando–: En el mejor (o peor, según se mire) el partido que gane puede llegar a poner cuatro o cinco consejeros, y si es el oficialismo pone otro. ¿a vos te parece que pueden oponerse a los 12 o 14 (según salga la cosa)?
Gol final. Seis a cero.
Mientras me mando la Vuelta Triunfal voy gritando: ¡Abajo la autocracia!, ¡Basta de “Señorías, Vuesa Excelencia, y mariconadas similares! ¡Justicia de verdad para todos y todas!...
Hasta que el silencio de la tribuna me avisa que esto es apenas un dialogo platónico, apenas un recurso idealista para decir lo que se quiere decir. Me voy de la canchita imaginaria con la imaginaria pelota bajo el brazo.

Con la radio pegada a la oreja mientras fantaseo, con la esperanza de que algo cambie en lo que llaman justicia, me entero que la Suprema Corte de Justicia (¿?), que en rigor debiera ser una comisión calificada de constitucionalidad y punto, acaba de declarar “inconsticionales” una de las leyes aprobadas por mayoría por el Poder Legislativo, supuesto representate del conjunto de los argentinos.
O sea, por decisión del referí, acabo de tener un gol en contra, y en una de esas me anula los otros cinco, me cacho...
Referí bombero, arbitro comprado.

Me regodeo en un premio consuelo: el verdadero partido no eran las seis leyes, los seis penales de la picada con un interlocutor platónico, sino algo mucho más modesto y al mismo tiempo más trascendental.
Lo que los poderes corporativos pretendieron siempre fue “de esto no se habla, eso no se dice, eso no se hace”.
Y ahora es un bruto tema de debate.

Al final, pienso, ganamos el campeonato aunque perdamos varios partidos...





21 septiembre 2011

TOMATAZO


Podría haber iniciado con otro encabezado, tal como “El golpe del tomate”, o algo similar. Pero mi tendencia a confinar los títulos en una sola palabra me juega esta pasada. Por eso, prefiero arrancar con el tema sin tanto miramiento e ir al asunto con una escena de esas, cotidiana, como la que cualquiera de nosotros suele matizar el día. Le aseguro que no es inventada, simplemente es reveladora, y me provee de un punto por donde entrarle al asunto.
Paso confiadamente por la verdulería (sí, debo reconocer que también a mí me tocan tareas pedestres), miro buscando, y apunto.
¿Cómo anda? A cuánto tiene el tomate– pregunto, con toda inocencia.
Doce… – respuesta escueta, que dispara en mí un respingo.
Bueno, parece que por unos días no voy a poder comer tomates…
Cosa suya, es la oferta y la demanda– masculla.
Carajo, que mala onda, pienso, lo cual despierta en mí ese rasgo querulante, que ya me ha metido en varios entuertos.
No creo, más seguro que alguno ha andado toqueteando la cosa de los precios, digamos que empujando con el dedito para arriba el supuesto equilibrio…
El tipo se empieza a amoscar, parece que no debo ser el único que se resiste al atraco, no de él, pero sí de los dueños del dedito de la “libre” oferta, a la suba. Trato de ser amable, sonriente, lamentablemente pedagógico. A veces me da por ahí.
Lo que pasa –sigo– es que con eso nos jodemos todos, vea: se jode el que “fabrica” el tomate, porque le pagan una miseria, te jodés vos porque no podés venderlo, y me jodo yo porque no voy a comer tomates en un tiempito, digamos hasta que pasen las elecciones. Y pienso que se jode el país, porque esto es una maniobra de vos ya sabés quien…
Noto que el tipo se encula un poco más sin entender mi intento solidario, sobre todo para con él. Bueno, para hacerla simple, la cosa termina en que yo no le compro ni una lechuga (excelente complemento para el tomate, frustrada en su apareamiento) y, manteniendo la sonrisa, ahora tirando a canchera, me voy pensando una frase no dicha: “vos te vas a tener que meter tu oferta en algún lugar, porque yo me llevo mi demanda”…
Subo al auto, y en ese momento me asalta una diminuta culpa.
Pobre tipo, pienso, no sólo lo joden sino que además lo meten a defender el argumento de los cabrones que arman el tinglado. Arranco, pero no puedo dejar de sentir lástima por el bolichero, que me había parecido una buena persona.
Sí, una reacción realmente pelotuda la del tipo.
Alienado”, pienso.
(Ahora me doy cuenta que ése podría haber sido un título a la nota y habría cumplido con ser una sola palabra. Pero ya es tarde, no lo voy a cambiar, aunque vaya al corazón del asunto.)
La expresión se usa mucho en psicopatología, un alienado puede ser alguien que tiene una afección que le impide estar en la realidad, más precisamente viene de alien-alienus, una latinada para decir “extraño”.
En el caso presente es un poco diferente, y se usa desde hace tiempo para referirse a quien está en lo de otro, no en sus propios zapatos. O sea, que responde a un interés que cree es el suyo, pero que no… Digamos que viene a ser la contrapartida de ideología, en el sentido de “falsa conciencia” o de “interés disfrazado”.
No quiero darle a las largas al asunto, creo que se entiende de una. Porque lo que importa es que hacemos ante esa incapacidad para percibir el lugar que uno ocupa dentro del entramado social, en especial cuando el poder nos la pone por la cabeza pero no alcanzamos a darnos cuenta.
Lo primero que se me ocurre es la resistencia pasiva, o cómo diría ese personaje entrañable de un relato de James Joyce, “preferiría no hacerlo”… Lo que supondría atravesar un breve período de abstinencia tomatal, y esperar a que el precio “se ponga decente”.
Un modo de sentirse uno mismo decente ante los hijos de buena madre que no encuentran otro modo de expresar su frustración electoral, pasándonos el mensaje “nos van a comer los piojos con éste gobierno que nos lleva a la hiperinflación, esa que nos aterra porque ya sabemos como fue”. (Ante la falta de programa, bueno es remachar con la triada “corrupción-inseguridad-inflación, ¿no cree?).
El problema es que ya no comemos vidrio, por molido que venga.
Lo segundo que se me ocurre es lo bueno que sería reconquistar la autonomía alimentaria de una vez por todas, la misma que el gobierno provincial, que se la pasó mirando para otro lado con los programas nacionales al respecto, no quiso, no supo, o no pudo impulsar.
Porque planes no faltaron, ni siquiera faltó la guita. Simplemente no lo hicieron. Comentemos al menos el programa que tienen que ver con la horticultura peri-urbana. Que en términos más criollos simplemente promueve que cada ciudad, grande o pequeña, desarrolle en su entorno un sistema de generación de productos de consumo propio.
Le cuento cómo se puede desarrollar y verá que a un corto plazo nos podemos librar de los Golpes de Tomate (y de cualquier otra hortaliza que se les ponga):
Tome unas cuantas hectáreas de tierras fiscales y acondiciónelas; busque gente con su familia que no tenga laburo, o simplemente tenga ganas de progresar; recurra a los del INTA, para que brinden semillas, capacitación, asesoramiento, asistencia y todo lo que sí saben hacer; utilice los fondos enviados por Nación para subsidios destinados a ese fin; genere un Mercado de Abasto o de Concentración, para distribuir al por mayor y por menor. Reinicie el ciclo tantas veces como sea necesario. Y dele para adelante.
Todo lo cual va a generar un verdadero mercado local, abaratará los precios de todos los “tomates” que nos quieran “vender”, generará empleo, riqueza, y mejor onda en los amigos verduleros aunque sigan alienándose en eso de la “oferta y la demanda”…
Lo cual permite responder de antemano a las preguntas del susodicho amigo verdulero creyente en el “libre juego de la oferta y la demanda que lleva al equilibrio espontáneo de los mercados” (ufff... ¿Alguno cree aún en estas gansadas?).
Cuando me retruque “¿y de qué van a vivir mientras esperan la cosecha”, o “¿Y quién les va a comprar la producción cuando la tenga? ¿alguno de los mafiosos de las distribuidoras que me joden a mí y me dejan sin nada si le compro a otro?”, y otras “demandas” similares, va a conttar con “ofertas” seguras de respuesta.
Mientras escribo esta nota me resuena el sonsonete de aquella vieja copla de la Guerra Civil Española:
Qué culpa tiene el tomate,
que está tranquilo en la mata,
Si viene un yanqui ladrón,
y la mete en un cajón,
Y la manda pa’ Caracas.

Es dudoso hoy y en esta circunstancia que sea el ladrón un yanqui (aunque nunca se sabe), ni que la mande pa’ Caracas. Pero aquí y ahora, desde que comencé a escribir esta nota, el tomate sigue trepando a 15, 16 o 18 mangos, sin que se pueda colegir una buena razón para que eso ocurra.
Porque no sabemos que haya habido ni peste, ni inundación, ni sequía, en los inmensos, anchos, y ajenos tomatales de la Patria…
Será cosa de seguir preguntando ¿“Qué culpa tiene el tomate”?…


02 julio 2011

FRANQUICIA

No importa si se está a favor o en contra de la actual evolución del proceso político, deberá reconocerse que Cristina Fernández es una marca. Quiero decir que se trata de algo así como una franquicia.
Utilizo aquí esa expresión de un modo no tan metafórico, apuntando a un concepto que no debería sonar extraño a los que “se quedaron en los noventa”, neoliberales explícitos o cripto-mercachifles. (¿Recuerda lo mal que nos caía cuando nos patoteaban con la supuesta vergüenza de habernos quedado en algún año…)
Como sea, al menos en el caso actual, nos sirve de figura ilustrativa para tratar de hacer entender el tema de la designación de una colectora y una candidatura, lo cual no es trivial.
Buscar garantías ideológicas para dar continuidad a un proyecto exige seleccionar a quienes estén dispuestos a acompañar las necesarias propuestas de un modo consciente e informado. Un proyecto que siempre tiene riesgos de malograrse con una candidatura “panqueque” que se nos dé vuelta en el Congreso, levantando la mano a favor de “la contra”, como cuando saltó la “125”.
Ese mismo proyecto que ha dado muestras de concitar adhesiones masivas y que, por eso, se constituye en una marca, en una franquicia por demás tentadora.
Como mínimo produce una sonrisa sardónica oír el grito sagrado de “antidemocrática” o “antipampeana”, en la voz o la pluma de quienes se cagaron sistemáticamente en la democracia y/o la provincia, y que ahora se presentan como doncellas ofendidas en su honor virginal.
El punto es poner en perspectiva la legitimidad del gesto, dedo, o lo que sea para designar un lugar en una lista y un referente institucional confiable. El punto es, de paso, aclarárselo a la gente de buena voluntad, que se impresiona por el griterío mediático y la versión del aparato. Porque la cosa no solo es legítima, también es legal.
Vamuavé… Si usted supone que va a vender más choripanes si compra un negocio armado, que da buenos dividendos –o sea carguitos y prebendas gracias al arrastre del prestigio bien ganado por parte de la política nacional– entonces decide no ir con su bolichito particular, sino invertir en una franquicia “CHORI S.A.”, por ejemplo.
Claro que eso conlleva algunas condiciones: no puede cambiar la marca, debe usar el logo como corresponde, y no puede salir luego vendiendo panchos y/o hamburguesas. Para eso hubiera buscado la franquicia de MacDonald’sⓇ, que, seguro, también le va a exigir algunas condiciones como la de no cambiar la forma de la “M”, ni el color, ni la calidad estándar del producto.
O sea, nadie lo obliga “antidemocráticamente” o “a dedo” de algo menos pampeano que poner un encabezado presidencial en una lista. Ponga otra y se arregló todo.
Quejarse de las exigencias que reclama “pertenecer” a un estatus que no logró acceder, es no entender el fair-play. Simplemente no compra la franquicia y listo, mire vea. Está en su legítimo derecho no hacerlo.
Si a usted no le gusta la receta “cristinista” o el sabor “kirchnerista” de esa marca de choripán, pues no la compre, no la venda, ni la produzca, ni pretenda sacar ganancias con su promoción y venta.
Deberá admitir, asimismo, que el dueño de la franquicia está en el derecho de vendérsela (o regalársela) a quien se le cante. Y también el de asignarle un gerente de confianza que vigile que se cumpla con los estándares garantizados por la misma.
Después de todo esos estándares son, justamente, los que le permiten tener tantos clientes, a lo largo y lo ancho del País.
Bueno, también puede querer utilizar la marca sin permiso, pero eso se llama piratería. Como hacen en “La Saladita”, ¿vio?
El problema es que eso está penado, sino por la ley, al menos por las buenas costumbres de gente que cree en el capitalismo dendeveras. Y sobre todo porque tiende a baratear el producto.
En suma, capaz que le convenga poner su propio bolichito, no comprar la franquicia, y sobre todo no quejarse. No sólo no es de buen tono, sino que tampoco nadie le va a creer.
Bueno, pudiera que algunos caigan en la verseada. Entonces, la cosa será explicarles con paciencia como funciona eso de la política, los negocios, y la decencia argumental. Y en eso estamos.

ALDO BIRGIER,
julio de 2011

20 febrero 2011

DISCUSSAO

Ya han pasado varias décadas que escuché por primera vez, y me dejó prendado, ese disco medio meloso de Joao Gilberto, de homenaje a Joao Carlos Jobim con letras-encanto como “amor a primeira vista / amor de primera mao…” o “es aquí este sambinha / feito de uma nota so...“
Lo que me quedo grabado con letra y todo fue la que ahora traduzco para no quedar por un animal tratando de escribirla en portugués, “Si pretendes / discutir por discutir / sólo para ganar una discusión / ya percibí la confusión / tu quieres ver prevalecer / la discusión sobre la razón / no puede ser / no puede ser…” y seguía así, y no la paso completa para no aburrir. mejor recomiendo buscar el viejo disco –o simplemente mandarse YouTube, más fácil– porque en el idioma original y con la voz de Gilberto era otra cosa.
Como de costumbre, la digresión inicial sirve para justificar el título y algo más.
Porque a lo que quiero entrarle es a la situación que se va dando en medio de un estado de confrontación “crispada”, como el actual, cuando nos enculamos con amigos y gente que apreciamos, por no estar en pleno acuerdo con nuestros puntos de vista. Y no hablo de “buena onda” o flatulencias perfumadas al tono…
Uno podría ampararse en que la normal polarización de opiniones de estos tiempos a veces suena a provocación. No importa, la justificación en algún punto se torna mera excusa y, como ya sabemos, las excusas son como el ombligo (anatomía políticamente correcta, o pacatería verbal), todos tenemos al menos uno, a veces contra natura…
Tema de composición: “ACERCA DE LA DETERMINACIÓN DE TRENZARSE EN DISCUSIONES, Y A PROPÓSITO DE CALENTARSE AL DOPE”. (Sepan disculpar los seguidores del camarada Mao el parafraseo berreta.)
Un tema que guarda la intención explícita de sugerir dejar de hacerse mala sangre y, de paso, conservar las amistades. O, con una meta más ambiciosa, hacer un poco de pedagogía sobre el mejor modo de promover los propios puntos de vista, al par que cumplir con el inefable Dale Cornegie, si no aprendiendo a hacer amigos, al menos no irlos perdiendo.
Permítaseme hacer entonces un poco de teoría sobre el asunto de la DISCUSIÓN.
Está claro que confrontar puntos de vista es un recurso eficiente para la resolución de conflictos. En este caso la discusión no sería sino un mecanismo ineludible para la negociación. Posiblemente el más adecuado. Más eficaz pudiera ser un garrote. Pero en vista de que no contribuye a la armonía que garantiza resultados perdurables, no lo veo como tan recomendable: eficaz no es lo mismo que eficiente. Simplemente apunta a lograr un objetivo sin tener en cuenta el costo.
Funcionalidad aparte, hay una tendencia generalizada para usarla en otros contextos. La motivación explicita o no, consciente o no, intencional o no, es la de convencer al otro de algo. Lo cual tiende a convertirse en ineficiente e incluso en inconveniente, a menos que se cumpla una condición: la presencia de un auditorio y/o barra a quien dirigirse.
De más está decir que como objetivo es, cuanto menos, ilusorio. Porque no hay nada tan útil a que el otro resista en sus convicciones como que el uno intente convencerlo por medio de la discusión. De un modo más gráficos, si uno apunta con el dedo al otro intentando penetrar con argumentos las convicciones, lo más seguro es que las puntas de los dedos choquen. Y a veces eso duele.
En cambio, si se trata de una discusión ante a un público atento, eso se llama debate.
En principio, en un auditorio de diez personas (por decir un número), vamos a tener, al menos en teoría, y eso puede variar, tres sujetos que van a estar en acuerdo conmigo, otros tres de acuerdo con el otro; dos que no van a coincidir con ninguno; y otros dos que no van a estar seguro de para que lado agarrar. Doy esas proporciones teóricas porque me cuesta un poco dividir a las personas en dos y medio.
El hecho es que a los tres primeros debería dejarlos a su suerte, y lo irreductible de sus posturas me sugiere que se van a joder por no querer entender nada de lo que quiero hacerles entender.
A los tres siguientes supongo que puedo servirles para bajar línea y darles letra para sus propias discusiones. El peor de los casos me van a criticar por no saber defender adecuadamente sus puntos de vista, y se van a quedar con la impresión de que ellos pudieran haberlo hecho mejor. Y bueno, mala suerte.
Pero son los últimos cuatro los que me deberían interesar. A esos sí puedo intentar convencerlos de algo, más allá del éxito del intento.
Visto así, el objetivo no puede ser otro que intentar hacer quedar como el culo al oponente, desacreditar sus argumentos, y si es posible pisotearlo un poco inmisericordemente. A menos que quiera dar una buena imagen como cultor de fair play, nobleza obliga… Lo cual no me permite presuponer que lo haya convencido de nada. A lo sumo se irá con la idea que lo hizo razonablemente bien, o en todo caso se irá a casa a rumiar aquello que nos pasa siempre luego, “carajo, no se me ocurrió contestarle que…”.
La cosa funciona igual para el otro, o sea en espejo.
Lo cual nos libera de la neurótica necesidad de discutir con gente que uno aprecia, de a dos y con escasa presencia alterna. Y que uno puede seguir apreciándola por otras cosas, más allá de que en algún punto en particular creen boludeces que uno “sabe”, que lo son. E incluso nos salva de caer en provocaciones, igual de neuróticas o no, cuando se nos invita a cotejar puntos de vista.
Otro modo de considerar el asunto es proponerse charlar sobre algún tema, simplemente conversar, lo cual siempre es enriquecedor. No hay nada de malo en intentar hacerle entender al otro los motivos y razones (no son lo mismo) por las que uno se engancha en algún aspecto de la realidad de un modo particular. Y que el otro no tiene porqué compartir.
Y aquí se nos presenta una situación que nos lleva a considerar otro modo de manejar el asunto. Se puede proponer, cuando surge la cuestión, una alternativa: “¿vos querés que discutamos el asunto con seriedad, aportando argumentos coherentes, acercando información de fuentes responsables y creíbles; o preferís que nos mandemos chicanas y cargadas varias para divertirnos un poco?”
Y una vez aceptado el convite, proceder de un modo consecuente. Ambos casos son también fuente de enriquecimiento personal, en el primer caso porque sirve para ampliar nuestra perspectiva, y en el segundo porque enriquece el sentido del humor y contribuye a pasarla bien. En especial con picada y cerveza de por medio.
Lo que no conviene aceptar es mezclar las cosas, algo que parece serio y no lo es. Es un programa garantizado para pasar un mal rato, quedar enculados. Y a la larga, ir distanciándose de personas que fuera de no estar de acuerdo con nosotros son buena gente que en el peor de los casos simplemente están “emefete” (o, más finoli, “MFRA”: “mingitando fuera del recipiente adecuado”) sobre el particular, según nuestra opinión. En ese caso es recomendable rehusar el convite a algo que no es otra cosa que un ejercicio de masoquismo explicito.
Traslado un comentario de un amigo (él se refería a al amor y sus frustraciones), “la cagada no es tanto el tiempo material que uno pierde con las mujeres, sin el desproporcionado tiempo mental, emocional e imaginario, que uno les dedica”.
O sea, volviendo al tema de la discusión y dejando a las mujeres amadas-odiadas donde deben estar, uno sigue dándose manija sobre el eventual resultado fantaseado del evento. Con la calentura consecuente y la amplificación ineludible del fastidio. En suma, lo peor de las discusiones evitables es su reverberación. Somos rumiantes verbales, que le va a hacer…
De todo esto se puede derivar unos pocos enunciados nomopragmáticos, o sea reglas para el manejo interpersonal. Procedo a sugerir algunos:
En primer lugar, de ser posible, no discuta. Nunca. A menos que sea para divertirse, con ánimo lúdico. O sea pocas veces. En caso que deba defender un interés especial, revise otras estrategias para negociar. Y si no hay más remedio, recordar siempre el objetivo.
Si presume que exponiendo sus puntos de vista puede atraer a gente a su postura, tenga en cuenta que debatir es algo diferente a discutir. Fije las reglas del juego, y trate de que se admitan como un consenso. Esto significa un modelo de interacción en el que uno escucha, piensa lo que dijo el otro, responde y exige se le escuche con respeto, y así renueve el ciclo.
Una frase de forma para evitar que nos corten: “si vos hablas siempre, entonces vas a tener razón siempre…”
Olvídese de intentar convencer a los que ya están convencidos, en contra o a favor, y centre sus argumentos en los objetos de seducción-persuasión legítimos, o sea en los que dudan, o los que no están con ninguno.
En caso que sea imposible, recuerde aquello de que “si lo que dices no resulta mejor que el silencio, no digas nada”. Aunque debo reconocer que, en mi caso, no puedo brindar garantías ni a mí mismo. Tristemente, en mi caso, no puedo asegurar no trenzarme en alguna. Como dije, se trata de una “necesidad” neurótica. Y de eso comemos los psicólogos.
A pesar de lo que canta Jobin, vía Joao Gilberto, “eu lhe asseguro / pode creer / que cuando falha o corazao / das veces es melhor perder / da qui ganhar / vocé vai ver…”
La vida es corta, y no tiene mucho sentido perder pedacitos de ella dándoles pasto a los pesados que andan provocando por ahí. Oficio de masocas, que le dicen…

29 noviembre 2010

SULFATO DE COBRE…

Para aquellos que concurrieron a cualquier secundario técnico, en especial si le daban a la química, esta experiencia les resultará familiar. Para mí tuvo una implicancia metafórica que no puedo dejar escapar. Sobre todo nos fascinaba el color azul intenso, bellísimo, cuando poníamos en un recipiente de vidrio una solución concentrada de sulfato de cobre. Cuanto más concentrada, mas azul, mas brillante, mas bella. Podía permanecer ahí sin variar demasiado, hasta que colocábamos –hilo finísimo mediante– un pequeñísimo cristal romboidal alargado del mismo compuesto. Y ahí, lentamente, casi mágicamente, empezaba un proceso que llevaba a convertir un cristal casi invisible, casi microscópico, en un enorme agregado de cristales que reproducían la forma original. Y seguía creciendo, simplemente en función del grado de concentración de la misma substancia en el líquido. Azul, hermoso, cada vez mas grande. Claro que había que esperar con mucha paciencia que ocurriera, pero siempre terminaba por llenar de magia química nuestros ojos. Todo dependía de la concentración. Pero si no aparecía el microscópico cristal capaz de aglutinar a su alrededor otros cristales, por muy concentrado que estuviera el medio, nunca se formaba nada nuevo.
En realidad, epistemológicamente hablando, las metáforas, como toda analogía, no prueban ni demuestran, al igual que los ejemplos. No explican ni dan cuenta de los determinantes de nada. Porque para toda analogía es posible sugerir otra que apunte a lo contrario, y todo ejemplo admite un contraejemplo. Y al final quedamos empatados en cuanto al valor de certeza de cualquier enunciado. Queda en opinión, no más.
Analogías y ejemplos tienen otro valor, sirven para el propósito no desdeñable desde el punto de vista cognitivo de ilustrar, permitir lo figurativo, ayudarnos a entender o a hacernos entender. O sea, tienen un valor didáctico, tanto para nuestra propia comprensión, como para comunicarla.
En ésta ocasión no he podido resistirme a la metáfora porque se me presentó con meridiana claridad apenas empezó a caerme la ficha sobre lo que significa el fenómeno desatado, no tanto por la muerte de Néstor Kirchner, sino desde un poco antes, cuando desde entre las grietas del asfalto surgió esa marea incontenible, que sospechábamos “estaba ahí”, pero no se expresaba. Lo que nos hacía pensar, cuando lo de “la 125” que estábamos como Tarzán, solos, en bolas y a los gritos. Colgados de una liana…
El tipo era como cualquiera de nosotros, su dimensión minúscula al principio, empezó cumpliendo la única función de ahorrarnos la vergüenza de “lo otro”. Sin embargo había mucha tensión en el ambiente, mucha solución concentrada que “no cuajaba”, que requería de ese pequeño “germen” (así llamábamos al minúsculo cristalito), y apenas se introdujo en la concentración de expectativas frustradas, de ganas de “algo”, fue solo cuestión de tiempo. Y terminó por convertirse en lo que hoy asombra a propios y extraños. Claro que hacía falta que se sumaran otros elementos.
No tengo muchas ganas de apologías a esta altura, tampoco hago falta para eso: hay demasiados enganchados de última hora, ahora que el cristal de sulfato de cobre tiene la dimensión necesaria como para que nadie pueda hacer como que no lo ve.
Para dar un giro conceptual a la analogía propuesta en la entrada al tema: no hay nada que pueda llamarse destino, ni manifiesto, ni “destinado al éxito” ni gansadas similares. Lo que hay sí, es una extraña y variable combinación de proyecto y circunstancias. A veces se puede, a veces falta un proyecto claro, a veces la circunstancias ayudan, a veces hay que fabricarlas. Variante un poco más decente a aquello de “es lo que hay”, de posibilismo vergonzante a que nos fuimos acostumbrando. De hecho todos, individual y/o colectivamente, hacemos los que podemos con lo que tenemos. Por lo general, menos que eso…
Y a veces nos llevamos una sorpresa. Como cuando un tipo como éste nos contradice y nos obliga a reconocer que podíamos más de lo que pensábamos, o que, al fin y al cabo y sin saberlo, teníamos con qué hacer lo que había que hacer. Mucha solución concentrada, hacía falta el cristalito…
Y en eso estamos hoy. Aquí y ahora. Porque la metáfora puede extenderse geográficamente a nuestro entorno inmediato. Bueno, debo reconocer que no sé si la concentración de tensiones y deseo de cambio –y asco de lo que hay–, es la suficiente en estos pagos. Tampoco sé si no se esconde por ahí algún tapado, candidato a cristalito local.
No quiero hacer nombres, pero ¿cuántos están dispuestos a meter un voto, útil o testimonial, por la oferta a la vista?
Tampoco podemos hacernos los finolis, por aquello de que “el que tenga el voto limpio, que arroje la primera urna”… Porque no siempre fuimos capaces de hacer un adecuado balance entre lo ético, lo pragmático, y lo estético. O, en términos menos académicos; entre lo que nos parece que es lo correcto, lo que responde a nuestros intereses, o lo que simplemente nos gusta; al momento de optar por “eso es lo que hay”.
Muchos de los que estamos afiliados al Partido de los Sin Partido, de aquellos que seguimos buscando aglutinantes para arrimar el hombro, o al menos el bochín, empezamos a percibir que se va concentrando “el sulfato de cobre” –permítaseme seguir con la metáfora química un poco más–, sin saber, ni tener el modo de averiguarlo, si ha pasado o no el punto de la concentración necesaria. La pregunta es ¿y si simplemente falta el cristalito local, y dejamos pasar la ocasión?
Para incomodidad de los que tienen ganas de formar parte de un agregado que pueda crecer poco a poco como opción, es inevitable que se acollaren los oportunistas en busca de carguito o influencia que les niega el peso de la partidocracia local. También eso “es lo que hay”, que le vamos a hacer.
Ayer me junté con otros amigos, compadres, cumpas, gente del palo, ilusionados con lo que puede venir –o no venir– a la Provincia, para escuchar-charlar con los ídem del Encuentro por la Democracia y la Equidad (EDE para los que buscan sellos). Y me pareció ver un cierto brillo añil.
Mañana pienso arrimarme a ver cómo anda la cosa con los “chicos” del Congreso Bicentenario Pampeano”, para ir testeando el grado de concentración necesario, la tensión indispensable para que surja algo nuevo aquí, de modo que el agregado cristalino siga creciendo. No importa si venimos a ser zurditos de mierda, peronchos, radichetas, o lo que venga, que no queremos pasar a ser ex de lo que sea. Gente buena que quiere seguir siéndolo sin morir en el intento.
Porque algo tenemos que haber aprendido duramente aquellos sesentistas que ahora nos preguntamos si estamos dispuestos a quedar apenas reducidos a sexagenarios. O sesentones que tienen una inesperada segunda oportunidad sobre la faz de la tierra para no quedar en esta pampa ancha y ajena en lo mismo que Aureliano Buendía, en otros cien años de verla pasar de largo.
Los pibes nos miran y no esperan…

Santa Rosa, 30 de noviembre de 2010
Aldo Birgier

26 agosto 2007

"SORETOLOGIA CLINICA"

EL CAMINO Y LOS DESVÍOS

Recuerdo que en mis tiempos de estudiantes se produjo un asombroso cambio en la orientación de los bioquímicos. Nosotros —los estudiantes de las otras carreras— les incordiábamos llamándolos “revuelve-mierda”, y ellos respondían que simplemente los otros, los psicólogos en nuestro caso, revolvíamos un tipo diferente de mierda.
Como todos saben, un bioquímico profesional —entre otras muchas cosas— cuando actúa en función de clínico, tiene que aportar su tarea le toca hacer un riguroso análisis de materia fecal para establecer indicadores que a los médicos les sirven para diagnosticar y tratar una gran cantidad de dolencias.
Lo que hacen con el noble material puede resultar un tanto misterioso para los legos, pero en última instancia deben establecer el significado de la consistencia, el color, para luego concentrarse, utilizando diversos métodos de análisis químico y biológico, en otra características sutiles, como determinar los componentes que, se sabe, están relacionados con el metabolismo, la presencia de substancias patógenas, gérmenes, bacterias, y cosas así. Como no pretendo saber de su profesión no puedo dar mayores detalles.
Sin embargo hace casi un siglo se instaló entre los teóricos que dominaban el quehacer profesional de los bioquímicos, una tendencia que fue poco a poco dominando el panorama hasta convertirse en hegemónica. Uno de ellos, bastante endiosado por sus colegas, comenzó a sostener que todo lo que se hacía previamente no correspondía a lo que centralmente debía dedicarse un bioquímico. En realidad los profesionales y sus mentores teóricos habían descuidado un factor, posiblemente el único relevante para servir como guía no sólo a los que atendían la salud sino incluso para otras profesiones.
El asunto es que el teórico en cuestión sostenía con suma convicción que había que centrarse fundamentalmente en la forma: el sorete como piedra fundamental de todo conocimiento acerca de la materia fecal. (Vale recordar que para los Argentinos el término remite a la expresión coloquial para designar la unidad anatómica y funcional de la deposición, y refleja presuntamente la intención en el original teutón del autor de la teoría.) La cantidad, el color, el olor, el color, pero todo pivotando sobre el modo en que el excremento se retorcía sobre sí misma, su largo, grueso, cortes, estrías, y otros detalles evidentemente sicalípticos y escabrosos de su objeto de estudio que, debo reconocerlo, me incomoda mencionar.
Una opinión interesante que, a falta de evidencia rigurosa sobre su pertinencia, relevancia o utilidad, se esperaba que no pasase en una apreciación marginal destinada a convertirse en un tema de charla jocosa en las reuniones de las asociaciones o colegios profesionales. Pero nada más.
Sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, el concepto fue ganando terreno entre los cultores de la bioquímica clínica, hasta el punto de que, rebasado el ámbito académico universitario, se difundió de un modo inimaginable abarcando grandes sectores de la cultura mundial, y extendiendo sus explicaciones y ramificaciones a otras especialidades. Lo asombroso no había sido tanto que alguien, con sobradas dotes de capacidad intelectual y de autopromoción, extendiera dicho punto de vista, sino que masas de intelectuales, personas de una inteligencia indiscutible, adhirieran de un modo doctrinario al mismo. Esta notable concepción del bioanálisis clínico ganó terreno y se enraizó en áreas impensables, que iban desde la ingeniería civil a la astronomía, llegando a formar parte de la sabiduría convencional y popular: una macro-teoría que imponía una epistemología difícil de evadir afectando todos los rincones del saber.
Simultáneamente se fueron generando modos de atacar el problema del sorete, elaboradas técnicas y un lenguaje afín, finísimos tests sobre la forma, el color y la textura, metodologías puntillosas para detectar sutiles detalles sobre el giro, su dirección, su longitud y grosor comparativo, un aparataje conceptual exhaustivo y, sobre todo, una masiva producción de nuevos profesionales que pasaron a vivir holgadamente de ese entorno, que inducía a todos, no solo a los que padeciera algún tipo de dolencia (que los médicos y otros representantes de la actividad sanitaria deseaban detectar), a gastar ingentes fortunas en esta forma de análisis bioquímico.
En todos los países, pero en especial en el nuestro, es posible visitar aun hoy las sedes de la Asociación de Bioquímicos Estructurales Soretológicos, donde las columnas de su edificio muestran el poder creciente que los cultores de la Novísima Teoría, llegaron a detentar.
Simultáneamente crecieron las disidencias internas, con una exposición de sub-teorías y teorías alternativas, figuras prominentes que se enfrentaban encarnizadamente entre sí, o con la teoría central.
A la altura de mediados del siglo anterior el dominio era completo. A pesar de que no se había producido un corpus riguroso que pudiera dar cuenta del nivel de cientificidad necesario, la “Soretología Dinámica”, las carreras de bioquímica generaban las condiciones de rechazar sutilmente a quien pudiera poner en tela de juicio el paradigma dominante de bioquímica clínica, e incluso era difícil ejercer en otras áreas de la bioquímica sin asumir que el saber dominante pasaba por la idea central de que fuera del concepto de sorete era inentendible todo el corpus de la bioquímica.
Se llegó a expulsar expeditivamente a dos estudiantes de la carrera, que debieron completar sus estudios en otro país, por exponer de un modo gráfico la historia de la teoría, pero con un dejo de ironía y sarcasmo. Autores como Riso y Acevedo pudieron desarrollar una interpretación que denominaron con el pomposo título de “Teoría Pupal de la Deposición”, que la relacionaba la pelusa del ombligo, pero fueron cuestionados de un modo feroz.
La susodicha teoría no contradecía en nada a la original, pero daba a entender sutilmente que se trataba de un despropósito, lo cual generó un repudio de las autoridades de la universidad a la que pertenecían, en una época en la que no era posible cuestionar nada que contradijese la versión oficial. Fue para la misma época en que hablar en Matemáticas de la Teoría de Conjuntos, por ejemplo, podía dar con los huesos del bocón en alguna mazmorra o ser desaparecidos misteriosamente.
Los tiempos han cambiado y lentamente se han ido recuperando los lineamientos de la vieja bioquímica, respondiendo a los requerimientos de las disciplinas asociadas con la salud, con los consabidos desarrollos científicos que la ponen nuevamente al nivel del conocimiento actual.
Pero persisten por todas partes los sostenedores de la concepción soretológica de la bioquímica que aparecen cada tanto en los medios sin percibir el grado de ridículo de sus postulaciones. Siguen leyendo y releyendo al maestro, a sus continuadores y disidentes, y reuniéndose para debates de lo más crípticos sobre los nuevos y sutiles significado que creen encontrar en cada nueva deposición que analizan bioquímicamente.
Mientras, por no haberse enterado de esta evolución de la ciencia, millares de dolientes que pagan religiosamente (y aquí el término es pertinente), concurriendo con una frecuencia establecida, a los laboratorios clínicos, cargando su cajita con la materia fecal recientemente generada, cuidadosamente transportada a fin de que no se deforme lo más mínimo su humilde soretito. Con la esperanza de que el bioquímico de su barrio —que declara seguir las enseñanzas y dictados de Maestro Insigne creador indiscutible de la teoría sobre la importancia del color, la forma, el olor, la cantidad, etcétera— pueda establecer cual es la clave de sus padeceres.
Ni siquiera los psicólogos hemos podido desentrañar las claves que expliquen tan insólito derrape de la racionalidad o el sentido común. Tanto que ya ni lo intentamos.

Santa Rosa, Argentina, AGOSTO de 2007

La otra psicologia IX

"AMIGO"

Personalmente considero poco relevante a qué “teoría” adhiere un psicólogo (las comillas son intencionales). Algo que puede sorprender a aquellos que me conocen y saben que no creo en el psicoanálisis, por ejemplo, y que sostengo algunas opiniones un tanto ásperas respecto de otros esquemas similares.
Es que de entrada he llegado a la conclusión de que lo que importa es que el susodicho profesional sea, por sobre todo, una buena persona. Con un poco de esfuerzo y honestidad intelectual se consigue una formación técnica sólida, lo que ayuda bastante. Pero la condición inicial de ser un buen tipo/a sigue siendo prioritaria.
Por buena persona entiendo alguien que se calienta por los demás y, cuando es psicólogo, deja para segundo puesto en el ranking andar demostrando que “su” punto de vista o el de sus maestros es el mejor.
Lo cual no es poco pedir en una especialidad que apunta a la superación del sufrimiento y la mejora en el bienestar de quienes lo buscan. Que, justamente, para eso lo buscan a uno. Y para eso pagan, vengan los morlacos de manos de la secretaria del consultorio, de la orden de la mutual, o simplemente de un sueldo en alguna institución.
Ni qué decir si el consultado pertenece al servicio público de salud o a cualquier organismo del Estado de esos que dicen estar al servicio de la población. El juego en este caso es más o menos así: “yo pago los impuestos, vos me atendés (o al menos me buscas alguna alternativa para que alguien lo haga), y entre IVA y venía, te doy de comer”. No se entiende muy bien porqué a veces hay que recordarle a algunos una obviedad tal, vea, pero así es la cosa.
Volviendo al punto de arranque, me he encontrado con este tipo de buenas personas entre mis colegas que practican diferentes enfoques, y los resultados son de notar. Digamos que es una condición necesaria aunque no suficiente, pero que rinde lo suyo.
Todo este asunto viene a cuento para encarar un tabú demasiado extendido entre los “psi”, una de esas cosas de la práctica profesional que aparecen como verdades reveladas, demostradas e “indudables” cuando en realidad no superan la categoría de prejuicios e incluso leyendas urbanas, rurales y semi-rurales.
Mas concretamente, me estoy refiriendo a la idea de que a un psicólogo no le está permitido asumir una actitud amistosa, más allá de cierta calidez artificial. Complementario a eso de la “contaminación” –que supone que no se puede atender a nadie con quien se tenga algún tipo de relación personal o laboral previa-- pero a la inversa, asume sin fundamento que terminar haciéndose amigote de personas que uno conoció porque alguna vez vinieron a buscar ayuda profesional es incorrecto o inconveniente.
Cierto, a los amigos uno los elige, y hasta los aguanta. Y el único criterio es el del afecto, que surge quién sabe donde (y nada de supuestas y oscuras motivaciones inconscientes). Como canta el “Nano”, mis amigos son unos atorrantes; y fallutos o de fierro; y serios o jodones; y burros o cultivados; y decentes o peligrosos; y como sean. Porque lo que importa es que uno los quiere. Y punto.
Claro, hay límites. Porque hay cada tránfuga amistoso, mire…
Condición: asegurarse de no abusar de eso de la “relación bilateral asimétrica”. Pero tampoco es para exagerar tanto. Que arriba y abajo son conceptos relativos y volubles.
No, no estamos obligados a ser amigos de todos los que vienen, pero es bueno tener presente que muchas personas concurren porque no tienen amigos, o no le parece adecuado contarles ciertas cosas, en caso de tenerlo.
El mito presupone que sentir simpatía (y obrar en consecuencia) por la gente que nos cae simpática es una falta, si no ética, al menos técnica. Debo vivir en pecado entonces, porque uno de los motivos más estimulantes de mi tarea es poder interactuar con la gente como lo hace la gente, y de paso serles útiles. Incluso si hace falta decirle cosas duras a un conocido que uno aprecia, o a un amigo que está metiendo la pata.
Un complemento adosado al mito anterior es la suposición nunca demostrada de que es contrario a la práctica profesional que éste cuente cosas de su propia vida. O utilice situaciones por las que puede haber pasado para ilustrar, por ejemplo, el modo adecuado o no de reaccionar en una situación. O que responda con franqueza a preguntas de tipo personal que no joden a nadie. Ni se le ocurra de admitir alguna debilidad, charlar simplemente con un poco de humor, contar chistes, o dar a entender que somos seres humanos como cualquier otro mortal.
Lo que hacemos responde a la premisa de que dos cabezas piensan mejor que una, y es conveniente que una de ellas esté fuera del agua. Una confesión que puede llegar a suponer una herejía denunciable ante el Santo Oficio para “teorías” (insisto en eso de que las comillas son intencionales”) que dan por “indudablemente” probado que tal tipo de proceder implica una contravención abominable de un mandato sacrosanto. Pero en mi barrio consideran que no pasa de ser un capricho sin fundamento riguroso. O sea, se lo pasan por la faja.
No se me escapa que hay situaciones en las que debemos interactuar con personas que no nos suscitan demasiada simpatía, y reconozco que me cuesta manejar el rechazo que me producen los manipuladores, abusadores y/o violentos.
No me siento obligado a ser especialmente buena persona con este tipo de sujetos, qué quiere que le diga. Pero por lo general tiendo a acordarme de que mi negativa a atenderlos puede significar dejar inermes a las personas que los sufren si no intento tratar de que cambien sus mañas. Y trato de recordar, de paso, aquella frase de Oscar Wilde que nos advertía que “el peor de nuestro prejuicios es creer que no tenemos prejuicios”.
Puede que a veces me ponga pesado con algunas críticas a mis colegas, pero apenas descubro que se trata de buenas personas me dejo de fastidiar, y paso a expresar mi respeto por los compinches en esta tarea que son capaces de guardarse las teorías, los encuadres y las opiniones de los próceres psi en el bolsillo trasero, si eso los obliga a la crueldad distante.

Como de costumbre cierro con el consabido servicio al consumidor: Usted tiene derecho a que lo atiendan de buena onda. Usted tiene derecho a relacionarse como un ser humano más con su “terapeuta” (por tercera vez: las comillas siguen siendo intencionales), y a preguntar lo que sea sin pasarse de la raya. Usted tiene derecho a sugerirle al psicólogo que espera que sea capaz de utilizar su propia historia personal como un recurso más para ayudarle. E incluso para pasarla amigablemente bien juntos mientras lo hace.
Aunque es bueno que no se olvide quien es el que paga y quien es el que cobra; y que cuando eso termine pueden quedar siendo buenos amigos.

13 septiembre 2006

La otra psicología VIII

PSICO-MITOS

Hay cuestiones que se dan por seguras dentro de nuestra práctica profesional y que no tienen más fundamento que el capricho de algunos supuestos “maestros” o un apego por formas de pensar un tanto conservadoras. A los colegas interesados en mejorar su desempeño no les vendría mal revisar honestamente sus creencias.

En mi opinión el único modo de que se tomen en serio la obligación de ponerse al día con eso es que los consultantes se pongan firmes al respecto (y hasta sarcásticos y sobradores, ¿por qué no?), después de todo es su derecho ya que no sólo pagan los servicios sino también las consecuencias).

Para los renegados que andamos en eso de la Psicología Clínica Basada en Pruebas, un enunciado no pasa ser un opinión si no ha sido validado adecuadamente por la investigación rigurosa, no importa lo convincente que pueda parecer. Admitimos que las hipótesis derivada de la psicología literaria, propia de los enfoques clásicos tienen un enorme valor heurístico y pueden constituir ideas interesantes, supuestos sugestivos, incluso ensayos prometedores. Pero cuando se trata de la vida y el padecimiento de la gente, esos “experimentos” reclaman criterios de protección rigurosos. Para nosotros las prácticas que se empleen deben haber demostrado su eficiencia para superar dificultades o mejorar su bienestar de los consultantes.

Ni los ejemplos ni las metáforas tienen capacidad de probar nada. Dicho de otro modo, su tía se habrá curado, pero la mía se murió, pobre, y el Complejo de Aureliano Buendía es tan poético e ilustrativo como para desbancar a cualquier otro. Lo mismo vale para las “teorías” por muy importante que sea el señor que las profiere, que son precientíficas hasta tanto prueben lo contrario, y quedan en pseudocientíficas cuando no lo consiguen.

La cosa quedó bastante bien clara, supongo, en varias notas anteriores, pero como no confío ni en mi propia capacidad de síntesis, recomiendo darse una vuelta por algunos ejemplares viejos de REGIÓN. De todos modos les dejo el compilado de refresco:

—MITO I. “contaminación”: el psicólogo no debe atender a personas que conoce de otro ámbito o que están relacionados de uno u otro modo con otros consultantes. FALSO: Lo que al psicólogo le conviene evitar, nada más que por una cuestión de sentido común, es meterse a atender a familiares o personas de su entorno inmediato para no meterse en líos o sentirse incómodo. No existe ninguna razón “ética” que impida ayudar en cualquier otro caso.

—MITO II. “años”: Sólo largos períodos de intervención pueden producir resultados aceptables en los problemas planteados por los consultantes. FALSO: salvo casos en los que haya que colaborar con patologías crónicas, en general está probado que más allá de unas ocho o diez sesiones por lo general (hay excepciones, claro) los resultados tienden a ser inocuos (esto es ineficientes) e incluso tienden a crear un hábito de dependencia que perjudica al consultante. Cada proceso reclama diferentes tiempos de resolución y se debe justificar su alargamiento, o aclararle al consultante que no se están obteniendo los efectos de mejoría esperados y sugerir buscar otra alternativa.

—MITO III. “Silencio”. Permanecer callado y dejar que la gente hable sola tiene un especial efecto “terapéutico”. FALSO: es una mera cuestión de respeto dejar que las personas tengan la oportunidad de hablar y contar todo lo que deseen. Pero luego es conveniente comenzar a participar de un modo activo para ofrecer alternativas, estimular a buscar soluciones, sugerir modos de cambiar, proponer procedimientos, y aplicar diseños de entrenamiento en habilidades y destrezas que ayuden a superar las dificultades y mejorar la calidad de vida.

—MITO IV. “Niñitos”: Introducir a los niños de corta edad a una “terapia” en la que se interpretan juegos, plastilina, dibujos, etc., permite un adecuado diagnóstico y expresión de sus problemas. FALSO: Con excepción de casos muy especiales, lo más convenientes con los niños es escucharlos al menos una vez, y luego pasar a ofrecer a los responsables cotidianos de los mismo algunas soluciones y la oportunidad de entrenarse en procedimientos probados para modificar las condiciones que resulten perjudiciales para su desarrollo y bienestar. Introducirlos en un clima tan extraño como el de la “terapia” sólo crea una autopercepción de inadecuación.

—MITO V. “Enfermos”: Todas o casi todas las personas que concurren a consulta son encuadrables en alguna tipología patológica. FALSO: la enfermedad mental es una presunción sin otro fundamento que la de alguna perspectiva filosófica que cree en una psicología sin cerebro. Existen enfermedades que deben ser tratadas con los profesionales de la salud correspondientes, pero llamar ofensivamente por un rótulo a la gente es una falta de respeto. No es lo mismo “ser” depresivo, donde la química cerebral es determinante, que “estar” deprimido, producto de circunstancias vitales ineludibles, o que “tener tendencia” a deprimirse, resultado de hábitos emocionales y estilos de vida que es necesario corregir.

—MITO VI. "confidencia". Bueno, esto NO es un mito. Simplemente hay profesionales que no entienden la importancia de mantener rigurosa reserva sobre todo lo que oyen o entienden en la consulta. En todo caso el mito es asumir que puede levantarse esa obligatoriedad de secreto ante familiares, parejas, o el sistema judicial. El secreto profesional es privativo de los individuos. No solo es una obligación ética y legal, mantener reserva también implica una expresión de la pericia profesional, caso contrario la gente no entiende cuál es la ventaja de ir al psicólogo. Sólo puede ser cancelado cuando hay un riesgo presunto real cuidadosamente evaluado y se debe en todos los casos pedir permiso al interesado para comentar algún detalle, o sugerir que él mismo lo revele.

Hay otros mitos sobre nuestra tarea, como “siempre hay una causa profunda”, “todo tiene que ver con “el” inconsciente”, “el psicólogo no puede revelar nada de sí mismo”, “siempre hay algo simbólico”, “toda cosa es un síntoma de otra cosa”, o “esto es psicosomático”, y así a seguir. Les aseguro que esto se puede poner divertido, pero se los prometo para otras entregas, por eso del suspenso, ¿vio?…

24 mayo 2006

La Otra Psicologia VII

«Exorfinas»

Tengo que reconocer que por ahí me da por inventar palabras, algo bastante frecuente entre los innovadores, los poetas, los esquizofrénicos y los charlatanes. Aunque yo prefiero pensar que participo del primer grupo y me permito codearme con los del segundo, admito el riesgo de mantener el evidente neologismo del título de la nota.

En vista de que no puede haber una psicología sin cerebro o que no tenga en cuenta las condiciones materiales de existencia, la Psicología Clínica Basada en Pruebas obliga a mantenerse actualizado en materia de neurociencias y respetar los aportes de las ciencias sociales alejadas de la pavada posmodernosa. Una psicología literaria derivada de la reflexión acerca de cómo funciona la gente siempre es bienvenida. Pero no alcanza, a menos que sea complementada en una sólida base científica por más que la promuevan con términos pomposos tipo “profunda”, “dinámica” o similares que en realidad pretenden sugerir que es de la buena.

Y de acuerdo a lo que nos vienen enseñando las neurociencias, todos tenemos en alguna parte de nuestro sistema nervioso central (entre otras cosas, claro) una sustancia bastante bondadosa, que parece que está puesta ahí para que lo pasemos bien. Casi como inventada para mí, vea...

Se trata de un neurotransmisor que se desparrama por los centros ubicados en el diencéfalo, de una composición muy similar a la morfina o a cualquier opioide. De ahí su nombre, “endorfina”, que significa ‘morfina interna’. Pero que la fabricamos nosotros solitos. Lo que se dice autogestión, que siempre es buena cosa. Además parece que el bendito compuesto es bastante ubicuo, ya que también ayuda a mitigar el dolor, e induce la producción de serotonina, que es la que nos manda a dormir en su permanente balanceo con la melatonina.

Admitiendo que todo el asunto es mucho (¡muchísimo!) más intrincado, igual vale la pena mandarnos directo a las consecuencias de saber esto: podemos generarla nosotros mismos si aprendemos cómo hacerlo.

Empecemos por una buena noticia entonces: hay cosas que hacemos desde afuera capaces de garantizarnos sin riesgo, una generosa dosis de la cosa esa. Por eso lo de exorfinas, o sea unas endorfinas externas, y perdonen lo retorcido del oximorón. ¿Me capta?

A nadie se le escapa que estoy hablando de una droga, o sea de una sustancia que uno se enchufa desde fuera del cuerpo cualquiera sea su composición, con un enorme potencial de generar adicción.

No me sale bien eso de andar criticando a la gente que la quiere pasar bomba jugando con la química, pero igual me parece medio idiota no aprovechar el dato para agenciarse el mismo resultado de arriba y sin costo. Algo que podemos hacer tranqui sin convertirnos en zombis babeantes, ni meternos con gente jodida que trafica alguna sustancia ídem.

Es que cuando nos zampamos algo que induce químicamente este neurotransmisor, reemplazando el made in casa, el cerebro deja de producirlo por su cuenta. Y cuándo se nos gasta, nos manda a patalear por más; eso se llama abstinencia, algo que nos pone de la nuca hasta que la conseguimos, o hasta que volvemos a poner en marcha la producción por cuenta propia. Y ya sabemos cual es el costo de importar todo y dejar de fabricar adentro lo que debemos y podemos producir. Así le fue al País con eso de la apertura, valga la analogía.

La ganga de las endorfinas es que nadie nos puede meter en cana por llevarla en el bolsillo, consumirla en público, o pasársela a otros. Tampoco nos esclaviza teniendo que ir a conseguir otra dosis, ni nos mata a la larga. De paso ni se dan cuenta cuando nos estamos dando; y si se dan cuenta es todo un gustazo estar surtiéndose a una droga tan poderosa en las mismas narices del botón, del buchón, o de la yuta sin que puedan impedirlo. No hay monaguillo, funcionario o moralista que valga.

Hasta laboratorios medicinales, de esos que no curan nada y curran mucho con sus diazepanes con nombres de fantasía (como cualquier Cartel de Cali o de Juárez, pero legal) se tienen que quedar con todo el stock en la estantería.

La psicología de la buena (esa que no los va a andar persiguiendo con supuestos motivos inconscientes o míticos deseos de hacer alguna cochinada con su vieja para interpretar lo que no necesita interpretación), ha desarrollado una lista de modos de obligar al cerebro a producir más de esa maravilla, todos confirmados por diversas investigaciones dentro de los cánones más rigurosos. Por ejemplo (y se aceptan sugerencias):

• Dormir a pata ancha como para rajar la cama y despertase descansado.

• Tener relaciones sexuales bien terminadas, a mano, o a dúo y/o en equipo, a elección.

• Ilusionarnos con algún proyecto y fantasear mientras le vamos dando para adelante.

• Darle gusto al cuerpo, con deportes, bailar, trotar con el perro o cualquier otro bicho.

• Cantar, charlar con los amigos. O con el gato.

• (Eso: tener animales, son expertos en el tema).

• Y sobre todo, reírnos seguido y con ganas.

Yo tengo otro que me gusta mucho: viajar. Pero no tengo información sobre si ha sido investigado en su efecto exorfinógeno. Hasta que tenga alguna evidencia más contundente lo dejo como una cuestión de gustos. En cambio tengo una idea que puede ser un buen recurso para traficar con esta droga durante un mes entero al año, y que pretendo dejar como mi contribución fundamental a la humanidad, mientras trato de indagar su eficacia. Paso la fórmula como Copyleft, o sea no cobro por derechos de autor, basta con mencionar al descubridor:

Declarar el Mes Cumple: el cumpleaños es una convención tan artificial como cualquier otra, y no hay nada que nos impida usarlo de exorfinoide. Es parecido al no-cumpleaños de Alicia, la del país ese, ¿se acuerda?, bueno algo así, pero menos fantasioso y que funciona.

Instrucciones:

1. Empezamos por avisar que todo el mes ¡Ommmm!, nada me conmueve, nada me perturba, ¡todo bien, loco...! (conviene repetirlo como un mantra todos los días de ese mes al despertarse). 2. La semana donde cae el susodicho día, joda e indulgencia hasta donde nos dé el cuero y el nutricionista nos lo permita. 3. El día del cumple, descanso, que festejen los otros, que no es cosa de ser egoísta tampoco. 4. Finalmente seguir hasta que se acabe el mes y preparando el próximo cumple.

Si uno está realmente dispuesto a hacer correr la exorfina en una festichola personalísima no habrá modo de impedírselo. Ni con la DEA.

Mientras tanto habrá que agregar un artículo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a una dosis razonable de exorfinas al día”. Y si es posible deberemos extender ese derecho a los animales. Mi perro Bruno ya se las ingenia bastante bien para generar su propia merca. Da envidia, mire...

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar

La Otra Psicologia VI

"Confidencia"

Los psicólogos somos chismosos vocacionales; el requisito es que no andemos contando los chismes. Una lástima mire, porque así se pierde lo más sabroso del conventilleo. Pero así es como es, qué le vamos a hacer. Parece mentira que haya que andarlo machacando cada tanto porque parece que a alguno se lo olvida o no le presta la debida atención.

La gente suele ir a visitar al psicólogo cuando no quiere bancarse desguarnecida los esperables aprietes de la vida. Simplemente vienen porque confían en aquello de que dos cabezas piensan mejor que una, y mejor que una de ellas esté fuera del agua. Y la condición para seleccionar al candidato a depositario de intimidades, ya sea cura, cantinero, manosanta, psicólogo, médico o amigo es justamente que sea capaz de mantener el pico cerrado.
Depositar la confianza en un confidente supone confiar que no sea infidente. Vea qué notable, todas esas palabras como confianza, infidencia, confidencia son derivadas del término fidenza, o sea, fe. No será por nada, digo.
Esto viene a cuento porque hace un par de semanas pasó por el consultorio una mujer del interior de la provincia que me avivó de algo que no creía que pudiera estar ocurriendo.
—Mire, cuenta usted con un profesional en su propia localidad; no es que me niegue a atenderla, pero creo que le sería más cómodo ir allá —. Quise orientarla, para un mejor uso del servicio público de salud.
—Lo que pasa don Licenciado es que si uno cuenta algo allá a la media hora se enteró todo el pueblo…
Con lo cual me obligó a leerle el reglamento: el psicólogo no puede hacer eso.
Uno debe ser prudente en este punto. Capaz que no pasara de un malentendido producto de una natural desconfianza, apenas que una imaginaria leyenda rural. Pero ocurre que se ha repetido y por más sensato que uno se pretenda el asunto obliga a mirarlo de cerca.
Cualquier adolescente sabe que si le cuenta algo a un amigo, que al otro le dé por desparramarlo es una perrada imperdonable. O casi. Esa indignación espontánea ante la infidencia informa de su naturaleza moral, y vale para todas las edades y todas las relaciones cotidianas.
En situación de consulta la recomendación de guardar absoluta reserva sobre todo lo que se dice va más allá de una cuestión puramente ética, o de prevención de un daño potencial. En nuestro caso se suma un factor de orden práctico ineludible, porque ¿quien diablos va a concurrir a contarle nada a un psicólogo jetón, bocaza, y/o estómago resfriado, y sinónimos pertinentes? El argumento más poderoso para recurrir a los servicios del susodicho se viene al piso de inmediato.
Y aquí no hace falta adherir a algún enfoque alternativo al hegemónico ni a ninguna Psicología Basada en Pruebas que valga. Todos los códigos de ética sin excepción (abogados, médicos, contadores, sacerdotes, y los que se pongan) subrayan la obligatoriedad de la confidencialidad, el secreto profesional, la reserva y la discreción.
Por supuesto que hay unas pocas circunstancias en las que es razonable considerar su fundamento y, eventualmente, su levantamiento. Por ejemplo aquellas ocasiones en las que se puede entrever riesgo para el propio sujeto o su entorno, o cuando hay un pedido de informe pericial previo, o en los casos de interconsulta con otros colegas. Igualmente, esas situaciones tienen encuadramientos perfectamente establecidos, son claramente comprensibles, y se pueden especificar a los interesados.
Puedo comentarle a otros implicados lo que opino, eso será meramente opinión. Pero lo que me cuentan es secreto.
Ni discutir que el secreto profesional corresponde exclusivamente a los individuos. Ni al grupo, ni a la familia, ni a la pareja, ni a los padres. Se los puede reunir para una intervención conjunta, pero primero hay que hablar con cada uno por separado, y cada quien cuenta hasta donde quiere. Y el psicólogo se queda en el molde si no tiene permiso explicito.
Cuando creo que hay algo que el otro debería saber, puedo recomendar que se deschave, e incluso proponerme como mediador para que resulte menos penoso. Fuera de eso, el individuo es el único dueño de lo que dice, no importa su edad, género, condición civil, o problemática personal.
Lamentablemente en las repetidas transgresiones que a uno le cuentan, la víctima suele simplemente borrarse de la consulta; y el falluto ni se entera. Con lo que no sólo se embroma el cliente que sigue, sino que se carga un poco a la propia profesión.
¿Que puede hacer un consultante cuando cree que su psicólogo no está respetando la privacía, no cuida la reserva debida, o simplemente es un buchón?
Lo primero es señalarle que espera de él que se calle lo que tiene que callar. También puede recurrir a la Comisión de Ética su Colegio Profesional para que tome medidas. Y si encima cree que ha sido perjudicado por la indiscreción le queda la opción de iniciar una demanda por mala praxis.
Lo lamento por lo colegas que no aprendieron que ser chismoso convencional es contrario a la profesión, y prefirieron ejercitarse esa “teoría” basada en el arte de la insinuación maliciosa que brindan nuestras atrasadas facultades de psicología.
Volviendo a los derechos del consultante que vengo promoviendo: tiene usted derecho a exigir de su psicólogo la más absoluta reserva de todo lo que llegue a enterarse y que usted no consienta en revelar. En caso de que no se respete este derecho, es su opción hacer valer el escarmiento.
Y si el aludido es incapaz de mantener el pico cerrado, pues que se busque otra profesión...

Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar