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SULFATO DE COBRE…
En realidad, epistemológicamente hablando, las metáforas, como toda analogía, no prueban ni demuestran, al igual que los ejemplos. No explican ni dan cuenta de los determinantes de nada. Porque para toda analogía es posible sugerir otra que apunte a lo contrario, y todo ejemplo admite un contraejemplo. Y al final quedamos empatados en cuanto al valor de certeza de cualquier enunciado. Queda en opinión, no más.
Analogías y ejemplos tienen otro valor, sirven para el propósito no desdeñable desde el punto de vista cognitivo de ilustrar, permitir lo figurativo, ayudarnos a entender o a hacernos entender. O sea, tienen un valor didáctico, tanto para nuestra propia comprensión, como para comunicarla.
En ésta ocasión no he podido resistirme a la metáfora porque se me presentó con meridiana claridad apenas empezó a caerme la ficha sobre lo que significa el fenómeno desatado, no tanto por la muerte de Néstor Kirchner, sino desde un poco antes, cuando desde entre las grietas del asfalto surgió esa marea incontenible, que sospechábamos “estaba ahí”, pero no se expresaba. Lo que nos hacía pensar, cuando lo de “la 125” que estábamos como Tarzán, solos, en bolas y a los gritos. Colgados de una liana…
El tipo era como cualquiera de nosotros, su dimensión minúscula al principio, empezó cumpliendo la única función de ahorrarnos la vergüenza de “lo otro”. Sin embargo había mucha tensión en el ambiente, mucha solución concentrada que “no cuajaba”, que requería de ese pequeño “germen” (así llamábamos al minúsculo cristalito), y apenas se introdujo en la concentración de expectativas frustradas, de ganas de “algo”, fue solo cuestión de tiempo. Y terminó por convertirse en lo que hoy asombra a propios y extraños. Claro que hacía falta que se sumaran otros elementos.
No tengo muchas ganas de apologías a esta altura, tampoco hago falta para eso: hay demasiados enganchados de última hora, ahora que el cristal de sulfato de cobre tiene la dimensión necesaria como para que nadie pueda hacer como que no lo ve.
Para dar un giro conceptual a la analogía propuesta en la entrada al tema: no hay nada que pueda llamarse destino, ni manifiesto, ni “destinado al éxito” ni gansadas similares. Lo que hay sí, es una extraña y variable combinación de proyecto y circunstancias. A veces se puede, a veces falta un proyecto claro, a veces la circunstancias ayudan, a veces hay que fabricarlas. Variante un poco más decente a aquello de “es lo que hay”, de posibilismo vergonzante a que nos fuimos acostumbrando. De hecho todos, individual y/o colectivamente, hacemos los que podemos con lo que tenemos. Por lo general, menos que eso…
Y a veces nos llevamos una sorpresa. Como cuando un tipo como éste nos contradice y nos obliga a reconocer que podíamos más de lo que pensábamos, o que, al fin y al cabo y sin saberlo, teníamos con qué hacer lo que había que hacer. Mucha solución concentrada, hacía falta el cristalito…
Y en eso estamos hoy. Aquí y ahora. Porque la metáfora puede extenderse geográficamente a nuestro entorno inmediato. Bueno, debo reconocer que no sé si la concentración de tensiones y deseo de cambio –y asco de lo que hay–, es la suficiente en estos pagos. Tampoco sé si no se esconde por ahí algún tapado, candidato a cristalito local.
No quiero hacer nombres, pero ¿cuántos están dispuestos a meter un voto, útil o testimonial, por la oferta a la vista?
Tampoco podemos hacernos los finolis, por aquello de que “el que tenga el voto limpio, que arroje la primera urna”… Porque no siempre fuimos capaces de hacer un adecuado balance entre lo ético, lo pragmático, y lo estético. O, en términos menos académicos; entre lo que nos parece que es lo correcto, lo que responde a nuestros intereses, o lo que simplemente nos gusta; al momento de optar por “eso es lo que hay”.
Muchos de los que estamos afiliados al Partido de los Sin Partido, de aquellos que seguimos buscando aglutinantes para arrimar el hombro, o al menos el bochín, empezamos a percibir que se va concentrando “el sulfato de cobre” –permítaseme seguir con la metáfora química un poco más–, sin saber, ni tener el modo de averiguarlo, si ha pasado o no el punto de la concentración necesaria. La pregunta es ¿y si simplemente falta el cristalito local, y dejamos pasar la ocasión?
Para incomodidad de los que tienen ganas de formar parte de un agregado que pueda crecer poco a poco como opción, es inevitable que se acollaren los oportunistas en busca de carguito o influencia que les niega el peso de la partidocracia local. También eso “es lo que hay”, que le vamos a hacer.
Ayer me junté con otros amigos, compadres, cumpas, gente del palo, ilusionados con lo que puede venir –o no venir– a la Provincia, para escuchar-charlar con los ídem del Encuentro por la Democracia y la Equidad (EDE para los que buscan sellos). Y me pareció ver un cierto brillo añil.
Mañana pienso arrimarme a ver cómo anda la cosa con los “chicos” del Congreso Bicentenario Pampeano”, para ir testeando el grado de concentración necesario, la tensión indispensable para que surja algo nuevo aquí, de modo que el agregado cristalino siga creciendo. No importa si venimos a ser zurditos de mierda, peronchos, radichetas, o lo que venga, que no queremos pasar a ser ex de lo que sea. Gente buena que quiere seguir siéndolo sin morir en el intento.
Porque algo tenemos que haber aprendido duramente aquellos sesentistas que ahora nos preguntamos si estamos dispuestos a quedar apenas reducidos a sexagenarios. O sesentones que tienen una inesperada segunda oportunidad sobre la faz de la tierra para no quedar en esta pampa ancha y ajena en lo mismo que Aureliano Buendía, en otros cien años de verla pasar de largo.
Los pibes nos miran y no esperan…
Santa Rosa, 30 de noviembre de 2010
Aldo Birgier
26 agosto 2007
"SORETOLOGIA CLINICA"
Recuerdo que en mis tiempos de estudiantes se produjo un asombroso cambio en la orientación de los bioquímicos. Nosotros —los estudiantes de las otras carreras— les incordiábamos llamándolos “revuelve-mierda”, y ellos respondían que simplemente los otros, los psicólogos en nuestro caso, revolvíamos un tipo diferente de mierda.
Como todos saben, un bioquímico profesional —entre otras muchas cosas— cuando actúa en función de clínico, tiene que aportar su tarea le toca hacer un riguroso análisis de materia fecal para establecer indicadores que a los médicos les sirven para diagnosticar y tratar una gran cantidad de dolencias.
Lo que hacen con el noble material puede resultar un tanto misterioso para los legos, pero en última instancia deben establecer el significado de la consistencia, el color, para luego concentrarse, utilizando diversos métodos de análisis químico y biológico, en otra características sutiles, como determinar los componentes que, se sabe, están relacionados con el metabolismo, la presencia de substancias patógenas, gérmenes, bacterias, y cosas así. Como no pretendo saber de su profesión no puedo dar mayores detalles.
Sin embargo hace casi un siglo se instaló entre los teóricos que dominaban el quehacer profesional de los bioquímicos, una tendencia que fue poco a poco dominando el panorama hasta convertirse en hegemónica. Uno de ellos, bastante endiosado por sus colegas, comenzó a sostener que todo lo que se hacía previamente no correspondía a lo que centralmente debía dedicarse un bioquímico. En realidad los profesionales y sus mentores teóricos habían descuidado un factor, posiblemente el único relevante para servir como guía no sólo a los que atendían la salud sino incluso para otras profesiones.
El asunto es que el teórico en cuestión sostenía con suma convicción que había que centrarse fundamentalmente en la forma: el sorete como piedra fundamental de todo conocimiento acerca de la materia fecal. (Vale recordar que para los Argentinos el término remite a la expresión coloquial para designar la unidad anatómica y funcional de la deposición, y refleja presuntamente la intención en el original teutón del autor de la teoría.) La cantidad, el color, el olor, el color, pero todo pivotando sobre el modo en que el excremento se retorcía sobre sí misma, su largo, grueso, cortes, estrías, y otros detalles evidentemente sicalípticos y escabrosos de su objeto de estudio que, debo reconocerlo, me incomoda mencionar.
Una opinión interesante que, a falta de evidencia rigurosa sobre su pertinencia, relevancia o utilidad, se esperaba que no pasase en una apreciación marginal destinada a convertirse en un tema de charla jocosa en las reuniones de las asociaciones o colegios profesionales. Pero nada más.
Sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, el concepto fue ganando terreno entre los cultores de la bioquímica clínica, hasta el punto de que, rebasado el ámbito académico universitario, se difundió de un modo inimaginable abarcando grandes sectores de la cultura mundial, y extendiendo sus explicaciones y ramificaciones a otras especialidades. Lo asombroso no había sido tanto que alguien, con sobradas dotes de capacidad intelectual y de autopromoción, extendiera dicho punto de vista, sino que masas de intelectuales, personas de una inteligencia indiscutible, adhirieran de un modo doctrinario al mismo. Esta notable concepción del bioanálisis clínico ganó terreno y se enraizó en áreas impensables, que iban desde la ingeniería civil a la astronomía, llegando a formar parte de la sabiduría convencional y popular: una macro-teoría que imponía una epistemología difícil de evadir afectando todos los rincones del saber.
Simultáneamente se fueron generando modos de atacar el problema del sorete, elaboradas técnicas y un lenguaje afín, finísimos tests sobre la forma, el color y la textura, metodologías puntillosas para detectar sutiles detalles sobre el giro, su dirección, su longitud y grosor comparativo, un aparataje conceptual exhaustivo y, sobre todo, una masiva producción de nuevos profesionales que pasaron a vivir holgadamente de ese entorno, que inducía a todos, no solo a los que padeciera algún tipo de dolencia (que los médicos y otros representantes de la actividad sanitaria deseaban detectar), a gastar ingentes fortunas en esta forma de análisis bioquímico.
En todos los países, pero en especial en el nuestro, es posible visitar aun hoy las sedes de la Asociación de Bioquímicos Estructurales Soretológicos, donde las columnas de su edificio muestran el poder creciente que los cultores de la Novísima Teoría, llegaron a detentar.
Simultáneamente crecieron las disidencias internas, con una exposición de sub-teorías y teorías alternativas, figuras prominentes que se enfrentaban encarnizadamente entre sí, o con la teoría central.
A la altura de mediados del siglo anterior el dominio era completo. A pesar de que no se había producido un corpus riguroso que pudiera dar cuenta del nivel de cientificidad necesario, la “Soretología Dinámica”, las carreras de bioquímica generaban las condiciones de rechazar sutilmente a quien pudiera poner en tela de juicio el paradigma dominante de bioquímica clínica, e incluso era difícil ejercer en otras áreas de la bioquímica sin asumir que el saber dominante pasaba por la idea central de que fuera del concepto de sorete era inentendible todo el corpus de la bioquímica.
Se llegó a expulsar expeditivamente a dos estudiantes de la carrera, que debieron completar sus estudios en otro país, por exponer de un modo gráfico la historia de la teoría, pero con un dejo de ironía y sarcasmo. Autores como Riso y Acevedo pudieron desarrollar una interpretación que denominaron con el pomposo título de “Teoría Pupal de la Deposición”, que la relacionaba la pelusa del ombligo, pero fueron cuestionados de un modo feroz.
La susodicha teoría no contradecía en nada a la original, pero daba a entender sutilmente que se trataba de un despropósito, lo cual generó un repudio de las autoridades de la universidad a la que pertenecían, en una época en la que no era posible cuestionar nada que contradijese la versión oficial. Fue para la misma época en que hablar en Matemáticas de la Teoría de Conjuntos, por ejemplo, podía dar con los huesos del bocón en alguna mazmorra o ser desaparecidos misteriosamente.
Los tiempos han cambiado y lentamente se han ido recuperando los lineamientos de la vieja bioquímica, respondiendo a los requerimientos de las disciplinas asociadas con la salud, con los consabidos desarrollos científicos que la ponen nuevamente al nivel del conocimiento actual.
Pero persisten por todas partes los sostenedores de la concepción soretológica de la bioquímica que aparecen cada tanto en los medios sin percibir el grado de ridículo de sus postulaciones. Siguen leyendo y releyendo al maestro, a sus continuadores y disidentes, y reuniéndose para debates de lo más crípticos sobre los nuevos y sutiles significado que creen encontrar en cada nueva deposición que analizan bioquímicamente.
Mientras, por no haberse enterado de esta evolución de la ciencia, millares de dolientes que pagan religiosamente (y aquí el término es pertinente), concurriendo con una frecuencia establecida, a los laboratorios clínicos, cargando su cajita con la materia fecal recientemente generada, cuidadosamente transportada a fin de que no se deforme lo más mínimo su humilde soretito. Con la esperanza de que el bioquímico de su barrio —que declara seguir las enseñanzas y dictados de Maestro Insigne creador indiscutible de la teoría sobre la importancia del color, la forma, el olor, la cantidad, etcétera— pueda establecer cual es la clave de sus padeceres.
Ni siquiera los psicólogos hemos podido desentrañar las claves que expliquen tan insólito derrape de la racionalidad o el sentido común. Tanto que ya ni lo intentamos.
Santa Rosa, Argentina, AGOSTO de 2007
La otra psicologia IX
Personalmente considero poco relevante a qué “teoría” adhiere un psicólogo (las comillas son intencionales). Algo que puede sorprender a aquellos que me conocen y saben que no creo en el psicoanálisis, por ejemplo, y que sostengo algunas opiniones un tanto ásperas respecto de otros esquemas similares.
Es que de entrada he llegado a la conclusión de que lo que importa es que el susodicho profesional sea, por sobre todo, una buena persona. Con un poco de esfuerzo y honestidad intelectual se consigue una formación técnica sólida, lo que ayuda bastante. Pero la condición inicial de ser un buen tipo/a sigue siendo prioritaria.
Por buena persona entiendo alguien que se calienta por los demás y, cuando es psicólogo, deja para segundo puesto en el ranking andar demostrando que “su” punto de vista o el de sus maestros es el mejor.
Lo cual no es poco pedir en una especialidad que apunta a la superación del sufrimiento y la mejora en el bienestar de quienes lo buscan. Que, justamente, para eso lo buscan a uno. Y para eso pagan, vengan los morlacos de manos de la secretaria del consultorio, de la orden de la mutual, o simplemente de un sueldo en alguna institución.
Ni qué decir si el consultado pertenece al servicio público de salud o a cualquier organismo del Estado de esos que dicen estar al servicio de la población. El juego en este caso es más o menos así: “yo pago los impuestos, vos me atendés (o al menos me buscas alguna alternativa para que alguien lo haga), y entre IVA y venía, te doy de comer”. No se entiende muy bien porqué a veces hay que recordarle a algunos una obviedad tal, vea, pero así es la cosa.
Volviendo al punto de arranque, me he encontrado con este tipo de buenas personas entre mis colegas que practican diferentes enfoques, y los resultados son de notar. Digamos que es una condición necesaria aunque no suficiente, pero que rinde lo suyo.
Todo este asunto viene a cuento para encarar un tabú demasiado extendido entre los “psi”, una de esas cosas de la práctica profesional que aparecen como verdades reveladas, demostradas e “indudables” cuando en realidad no superan la categoría de prejuicios e incluso leyendas urbanas, rurales y semi-rurales.
Mas concretamente, me estoy refiriendo a la idea de que a un psicólogo no le está permitido asumir una actitud amistosa, más allá de cierta calidez artificial. Complementario a eso de la “contaminación” –que supone que no se puede atender a nadie con quien se tenga algún tipo de relación personal o laboral previa-- pero a la inversa, asume sin fundamento que terminar haciéndose amigote de personas que uno conoció porque alguna vez vinieron a buscar ayuda profesional es incorrecto o inconveniente.
Cierto, a los amigos uno los elige, y hasta los aguanta. Y el único criterio es el del afecto, que surge quién sabe donde (y nada de supuestas y oscuras motivaciones inconscientes). Como canta el “Nano”, mis amigos son unos atorrantes; y fallutos o de fierro; y serios o jodones; y burros o cultivados; y decentes o peligrosos; y como sean. Porque lo que importa es que uno los quiere. Y punto.
Claro, hay límites. Porque hay cada tránfuga amistoso, mire…
Condición: asegurarse de no abusar de eso de la “relación bilateral asimétrica”. Pero tampoco es para exagerar tanto. Que arriba y abajo son conceptos relativos y volubles.
No, no estamos obligados a ser amigos de todos los que vienen, pero es bueno tener presente que muchas personas concurren porque no tienen amigos, o no le parece adecuado contarles ciertas cosas, en caso de tenerlo.
El mito presupone que sentir simpatía (y obrar en consecuencia) por la gente que nos cae simpática es una falta, si no ética, al menos técnica. Debo vivir en pecado entonces, porque uno de los motivos más estimulantes de mi tarea es poder interactuar con la gente como lo hace la gente, y de paso serles útiles. Incluso si hace falta decirle cosas duras a un conocido que uno aprecia, o a un amigo que está metiendo la pata.
Un complemento adosado al mito anterior es la suposición nunca demostrada de que es contrario a la práctica profesional que éste cuente cosas de su propia vida. O utilice situaciones por las que puede haber pasado para ilustrar, por ejemplo, el modo adecuado o no de reaccionar en una situación. O que responda con franqueza a preguntas de tipo personal que no joden a nadie. Ni se le ocurra de admitir alguna debilidad, charlar simplemente con un poco de humor, contar chistes, o dar a entender que somos seres humanos como cualquier otro mortal.
Lo que hacemos responde a la premisa de que dos cabezas piensan mejor que una, y es conveniente que una de ellas esté fuera del agua. Una confesión que puede llegar a suponer una herejía denunciable ante el Santo Oficio para “teorías” (insisto en eso de que las comillas son intencionales”) que dan por “indudablemente” probado que tal tipo de proceder implica una contravención abominable de un mandato sacrosanto. Pero en mi barrio consideran que no pasa de ser un capricho sin fundamento riguroso. O sea, se lo pasan por la faja.
No se me escapa que hay situaciones en las que debemos interactuar con personas que no nos suscitan demasiada simpatía, y reconozco que me cuesta manejar el rechazo que me producen los manipuladores, abusadores y/o violentos.
No me siento obligado a ser especialmente buena persona con este tipo de sujetos, qué quiere que le diga. Pero por lo general tiendo a acordarme de que mi negativa a atenderlos puede significar dejar inermes a las personas que los sufren si no intento tratar de que cambien sus mañas. Y trato de recordar, de paso, aquella frase de Oscar Wilde que nos advertía que “el peor de nuestro prejuicios es creer que no tenemos prejuicios”.
Puede que a veces me ponga pesado con algunas críticas a mis colegas, pero apenas descubro que se trata de buenas personas me dejo de fastidiar, y paso a expresar mi respeto por los compinches en esta tarea que son capaces de guardarse las teorías, los encuadres y las opiniones de los próceres psi en el bolsillo trasero, si eso los obliga a la crueldad distante.
Como de costumbre cierro con el consabido servicio al consumidor: Usted tiene derecho a que lo atiendan de buena onda. Usted tiene derecho a relacionarse como un ser humano más con su “terapeuta” (por tercera vez: las comillas siguen siendo intencionales), y a preguntar lo que sea sin pasarse de la raya. Usted tiene derecho a sugerirle al psicólogo que espera que sea capaz de utilizar su propia historia personal como un recurso más para ayudarle. E incluso para pasarla amigablemente bien juntos mientras lo hace.
Aunque es bueno que no se olvide quien es el que paga y quien es el que cobra; y que cuando eso termine pueden quedar siendo buenos amigos.
13 septiembre 2006
La otra psicología VIII
Hay cuestiones que se dan por seguras dentro de nuestra práctica profesional y que no tienen más fundamento que el capricho de algunos supuestos “maestros” o un apego por formas de pensar un tanto conservadoras. A los colegas interesados en mejorar su desempeño no les vendría mal revisar honestamente sus creencias.
En mi opinión el único modo de que se tomen en serio la obligación de ponerse al día con eso es que los consultantes se pongan firmes al respecto (y hasta sarcásticos y sobradores, ¿por qué no?), después de todo es su derecho ya que no sólo pagan los servicios sino también las consecuencias).
Para los renegados que andamos en eso de la Psicología Clínica Basada en Pruebas, un enunciado no pasa ser un opinión si no ha sido validado adecuadamente por la investigación rigurosa, no importa lo convincente que pueda parecer. Admitimos que las hipótesis derivada de la psicología literaria, propia de los enfoques clásicos tienen un enorme valor heurístico y pueden constituir ideas interesantes, supuestos sugestivos, incluso ensayos prometedores. Pero cuando se trata de la vida y el padecimiento de la gente, esos “experimentos” reclaman criterios de protección rigurosos. Para nosotros las prácticas que se empleen deben haber demostrado su eficiencia para superar dificultades o mejorar su bienestar de los consultantes.
Ni los ejemplos ni las metáforas tienen capacidad de probar nada. Dicho de otro modo, su tía se habrá curado, pero la mía se murió, pobre, y el Complejo de Aureliano Buendía es tan poético e ilustrativo como para desbancar a cualquier otro. Lo mismo vale para las “teorías” por muy importante que sea el señor que las profiere, que son precientíficas hasta tanto prueben lo contrario, y quedan en pseudocientíficas cuando no lo consiguen.
La cosa quedó bastante bien clara, supongo, en varias notas anteriores, pero como no confío ni en mi propia capacidad de síntesis, recomiendo darse una vuelta por algunos ejemplares viejos de REGIÓN. De todos modos les dejo el compilado de refresco:
—MITO I. “contaminación”: el psicólogo no debe atender a personas que conoce de otro ámbito o que están relacionados de uno u otro modo con otros consultantes. FALSO: Lo que al psicólogo le conviene evitar, nada más que por una cuestión de sentido común, es meterse a atender a familiares o personas de su entorno inmediato para no meterse en líos o sentirse incómodo. No existe ninguna razón “ética” que impida ayudar en cualquier otro caso.
—MITO II. “años”: Sólo largos períodos de intervención pueden producir resultados aceptables en los problemas planteados por los consultantes. FALSO: salvo casos en los que haya que colaborar con patologías crónicas, en general está probado que más allá de unas ocho o diez sesiones por lo general (hay excepciones, claro) los resultados tienden a ser inocuos (esto es ineficientes) e incluso tienden a crear un hábito de dependencia que perjudica al consultante. Cada proceso reclama diferentes tiempos de resolución y se debe justificar su alargamiento, o aclararle al consultante que no se están obteniendo los efectos de mejoría esperados y sugerir buscar otra alternativa.
—MITO III. “Silencio”. Permanecer callado y dejar que la gente hable sola tiene un especial efecto “terapéutico”. FALSO: es una mera cuestión de respeto dejar que las personas tengan la oportunidad de hablar y contar todo lo que deseen. Pero luego es conveniente comenzar a participar de un modo activo para ofrecer alternativas, estimular a buscar soluciones, sugerir modos de cambiar, proponer procedimientos, y aplicar diseños de entrenamiento en habilidades y destrezas que ayuden a superar las dificultades y mejorar la calidad de vida.
—MITO IV. “Niñitos”: Introducir a los niños de corta edad a una “terapia” en la que se interpretan juegos, plastilina, dibujos, etc., permite un adecuado diagnóstico y expresión de sus problemas. FALSO: Con excepción de casos muy especiales, lo más convenientes con los niños es escucharlos al menos una vez, y luego pasar a ofrecer a los responsables cotidianos de los mismo algunas soluciones y la oportunidad de entrenarse en procedimientos probados para modificar las condiciones que resulten perjudiciales para su desarrollo y bienestar. Introducirlos en un clima tan extraño como el de la “terapia” sólo crea una autopercepción de inadecuación.
—MITO V. “Enfermos”: Todas o casi todas las personas que concurren a consulta son encuadrables en alguna tipología patológica. FALSO: la enfermedad mental es una presunción sin otro fundamento que la de alguna perspectiva filosófica que cree en una psicología sin cerebro. Existen enfermedades que deben ser tratadas con los profesionales de la salud correspondientes, pero llamar ofensivamente por un rótulo a la gente es una falta de respeto. No es lo mismo “ser” depresivo, donde la química cerebral es determinante, que “estar” deprimido, producto de circunstancias vitales ineludibles, o que “tener tendencia” a deprimirse, resultado de hábitos emocionales y estilos de vida que es necesario corregir.
—MITO VI. "confidencia". Bueno, esto NO es un mito. Simplemente hay profesionales que no entienden la importancia de mantener rigurosa reserva sobre todo lo que oyen o entienden en la consulta. En todo caso el mito es asumir que puede levantarse esa obligatoriedad de secreto ante familiares, parejas, o el sistema judicial. El secreto profesional es privativo de los individuos. No solo es una obligación ética y legal, mantener reserva también implica una expresión de la pericia profesional, caso contrario la gente no entiende cuál es la ventaja de ir al psicólogo. Sólo puede ser cancelado cuando hay un riesgo presunto real cuidadosamente evaluado y se debe en todos los casos pedir permiso al interesado para comentar algún detalle, o sugerir que él mismo lo revele.
Hay otros mitos sobre nuestra tarea, como “siempre hay una causa profunda”, “todo tiene que ver con “el” inconsciente”, “el psicólogo no puede revelar nada de sí mismo”, “siempre hay algo simbólico”, “toda cosa es un síntoma de otra cosa”, o “esto es psicosomático”, y así a seguir. Les aseguro que esto se puede poner divertido, pero se los prometo para otras entregas, por eso del suspenso, ¿vio?…
24 mayo 2006
La Otra Psicologia VII
«Exorfinas»
Tengo que reconocer que por ahí me da por inventar palabras, algo bastante frecuente entre los innovadores, los poetas, los esquizofrénicos y los charlatanes. Aunque yo prefiero pensar que participo del primer grupo y me permito codearme con los del segundo, admito el riesgo de mantener el evidente neologismo del título de la nota.
En vista de que no puede haber una psicología sin cerebro o que no tenga en cuenta las condiciones materiales de existencia, la Psicología Clínica Basada en Pruebas obliga a mantenerse actualizado en materia de neurociencias y respetar los aportes de las ciencias sociales alejadas de la pavada posmodernosa. Una psicología literaria derivada de la reflexión acerca de cómo funciona la gente siempre es bienvenida. Pero no alcanza, a menos que sea complementada en una sólida base científica por más que la promuevan con términos pomposos tipo “profunda”, “dinámica” o similares que en realidad pretenden sugerir que es de la buena.
Y de acuerdo a lo que nos vienen enseñando las neurociencias, todos tenemos en alguna parte de nuestro sistema nervioso central (entre otras cosas, claro) una sustancia bastante bondadosa, que parece que está puesta ahí para que lo pasemos bien. Casi como inventada para mí, vea...
Se trata de un neurotransmisor que se desparrama por los centros ubicados en el diencéfalo, de una composición muy similar a la morfina o a cualquier opioide. De ahí su nombre, “endorfina”, que significa ‘morfina interna’. Pero que la fabricamos nosotros solitos. Lo que se dice autogestión, que siempre es buena cosa. Además parece que el bendito compuesto es bastante ubicuo, ya que también ayuda a mitigar el dolor, e induce la producción de serotonina, que es la que nos manda a dormir en su permanente balanceo con la melatonina.
Admitiendo que todo el asunto es mucho (¡muchísimo!) más intrincado, igual vale la pena mandarnos directo a las consecuencias de saber esto: podemos generarla nosotros mismos si aprendemos cómo hacerlo.
Empecemos por una buena noticia entonces: hay cosas que hacemos desde afuera capaces de garantizarnos sin riesgo, una generosa dosis de la cosa esa. Por eso lo de exorfinas, o sea unas endorfinas externas, y perdonen lo retorcido del oximorón. ¿Me capta?
A nadie se le escapa que estoy hablando de una droga, o sea de una sustancia que uno se enchufa desde fuera del cuerpo cualquiera sea su composición, con un enorme potencial de generar adicción.
No me sale bien eso de andar criticando a la gente que la quiere pasar bomba jugando con la química, pero igual me parece medio idiota no aprovechar el dato para agenciarse el mismo resultado de arriba y sin costo. Algo que podemos hacer tranqui sin convertirnos en zombis babeantes, ni meternos con gente jodida que trafica alguna sustancia ídem.
Es que cuando nos zampamos algo que induce químicamente este neurotransmisor, reemplazando el made in casa, el cerebro deja de producirlo por su cuenta. Y cuándo se nos gasta, nos manda a patalear por más; eso se llama abstinencia, algo que nos pone de la nuca hasta que la conseguimos, o hasta que volvemos a poner en marcha la producción por cuenta propia. Y ya sabemos cual es el costo de importar todo y dejar de fabricar adentro lo que debemos y podemos producir. Así le fue al País con eso de la apertura, valga la analogía.
La ganga de las endorfinas es que nadie nos puede meter en cana por llevarla en el bolsillo, consumirla en público, o pasársela a otros. Tampoco nos esclaviza teniendo que ir a conseguir otra dosis, ni nos mata a la larga. De paso ni se dan cuenta cuando nos estamos dando; y si se dan cuenta es todo un gustazo estar surtiéndose a una droga tan poderosa en las mismas narices del botón, del buchón, o de la yuta sin que puedan impedirlo. No hay monaguillo, funcionario o moralista que valga.
Hasta laboratorios medicinales, de esos que no curan nada y curran mucho con sus diazepanes con nombres de fantasía (como cualquier Cartel de Cali o de Juárez, pero legal) se tienen que quedar con todo el stock en la estantería.
La psicología de la buena (esa que no los va a andar persiguiendo con supuestos motivos inconscientes o míticos deseos de hacer alguna cochinada con su vieja para interpretar lo que no necesita interpretación), ha desarrollado una lista de modos de obligar al cerebro a producir más de esa maravilla, todos confirmados por diversas investigaciones dentro de los cánones más rigurosos. Por ejemplo (y se aceptan sugerencias):
• Dormir a pata ancha como para rajar la cama y despertase descansado.
• Tener relaciones sexuales bien terminadas, a mano, o a dúo y/o en equipo, a elección.
• Ilusionarnos con algún proyecto y fantasear mientras le vamos dando para adelante.
• Darle gusto al cuerpo, con deportes, bailar, trotar con el perro o cualquier otro bicho.
• Cantar, charlar con los amigos. O con el gato.
• (Eso: tener animales, son expertos en el tema).
• Y sobre todo, reírnos seguido y con ganas.
Yo tengo otro que me gusta mucho: viajar. Pero no tengo información sobre si ha sido investigado en su efecto exorfinógeno. Hasta que tenga alguna evidencia más contundente lo dejo como una cuestión de gustos. En cambio tengo una idea que puede ser un buen recurso para traficar con esta droga durante un mes entero al año, y que pretendo dejar como mi contribución fundamental a la humanidad, mientras trato de indagar su eficacia. Paso la fórmula como Copyleft, o sea no cobro por derechos de autor, basta con mencionar al descubridor:
Declarar el Mes Cumple: el cumpleaños es una convención tan artificial como cualquier otra, y no hay nada que nos impida usarlo de exorfinoide. Es parecido al no-cumpleaños de Alicia, la del país ese, ¿se acuerda?, bueno algo así, pero menos fantasioso y que funciona.
Instrucciones:
1. Empezamos por avisar que todo el mes ¡Ommmm!, nada me conmueve, nada me perturba, ¡todo bien, loco...! (conviene repetirlo como un mantra todos los días de ese mes al despertarse). 2. La semana donde cae el susodicho día, joda e indulgencia hasta donde nos dé el cuero y el nutricionista nos lo permita. 3. El día del cumple, descanso, que festejen los otros, que no es cosa de ser egoísta tampoco. 4. Finalmente seguir hasta que se acabe el mes y preparando el próximo cumple.
Si uno está realmente dispuesto a hacer correr la exorfina en una festichola personalísima no habrá modo de impedírselo. Ni con la DEA.
Mientras tanto habrá que agregar un artículo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a una dosis razonable de exorfinas al día”. Y si es posible deberemos extender ese derecho a los animales. Mi perro Bruno ya se las ingenia bastante bien para generar su propia merca. Da envidia, mire...
Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar
La Otra Psicologia VI
La gente suele ir a visitar al psicólogo cuando no quiere bancarse desguarnecida los esperables aprietes de la vida. Simplemente vienen porque confían en aquello de que dos cabezas piensan mejor que una, y mejor que una de ellas esté fuera del agua. Y la condición para seleccionar al candidato a depositario de intimidades, ya sea cura, cantinero, manosanta, psicólogo, médico o amigo es justamente que sea capaz de mantener el pico cerrado.
Depositar la confianza en un confidente supone confiar que no sea infidente. Vea qué notable, todas esas palabras como confianza, infidencia, confidencia son derivadas del término fidenza, o sea, fe. No será por nada, digo.
Esto viene a cuento porque hace un par de semanas pasó por el consultorio una mujer del interior de la provincia que me avivó de algo que no creía que pudiera estar ocurriendo.
—Mire, cuenta usted con un profesional en su propia localidad; no es que me niegue a atenderla, pero creo que le sería más cómodo ir allá —. Quise orientarla, para un mejor uso del servicio público de salud.
—Lo que pasa don Licenciado es que si uno cuenta algo allá a la media hora se enteró todo el pueblo…
Con lo cual me obligó a leerle el reglamento: el psicólogo no puede hacer eso.
Uno debe ser prudente en este punto. Capaz que no pasara de un malentendido producto de una natural desconfianza, apenas que una imaginaria leyenda rural. Pero ocurre que se ha repetido y por más sensato que uno se pretenda el asunto obliga a mirarlo de cerca.
Cualquier adolescente sabe que si le cuenta algo a un amigo, que al otro le dé por desparramarlo es una perrada imperdonable. O casi. Esa indignación espontánea ante la infidencia informa de su naturaleza moral, y vale para todas las edades y todas las relaciones cotidianas.
En situación de consulta la recomendación de guardar absoluta reserva sobre todo lo que se dice va más allá de una cuestión puramente ética, o de prevención de un daño potencial. En nuestro caso se suma un factor de orden práctico ineludible, porque ¿quien diablos va a concurrir a contarle nada a un psicólogo jetón, bocaza, y/o estómago resfriado, y sinónimos pertinentes? El argumento más poderoso para recurrir a los servicios del susodicho se viene al piso de inmediato.
Y aquí no hace falta adherir a algún enfoque alternativo al hegemónico ni a ninguna Psicología Basada en Pruebas que valga. Todos los códigos de ética sin excepción (abogados, médicos, contadores, sacerdotes, y los que se pongan) subrayan la obligatoriedad de la confidencialidad, el secreto profesional, la reserva y la discreción.
Por supuesto que hay unas pocas circunstancias en las que es razonable considerar su fundamento y, eventualmente, su levantamiento. Por ejemplo aquellas ocasiones en las que se puede entrever riesgo para el propio sujeto o su entorno, o cuando hay un pedido de informe pericial previo, o en los casos de interconsulta con otros colegas. Igualmente, esas situaciones tienen encuadramientos perfectamente establecidos, son claramente comprensibles, y se pueden especificar a los interesados.
Puedo comentarle a otros implicados lo que opino, eso será meramente mí opinión. Pero lo que me cuentan es secreto.
Ni discutir que el secreto profesional corresponde exclusivamente a los individuos. Ni al grupo, ni a la familia, ni a la pareja, ni a los padres. Se los puede reunir para una intervención conjunta, pero primero hay que hablar con cada uno por separado, y cada quien cuenta hasta donde quiere. Y el psicólogo se queda en el molde si no tiene permiso explicito.
Cuando creo que hay algo que el otro debería saber, puedo recomendar que se deschave, e incluso proponerme como mediador para que resulte menos penoso. Fuera de eso, el individuo es el único dueño de lo que dice, no importa su edad, género, condición civil, o problemática personal.
Lamentablemente en las repetidas transgresiones que a uno le cuentan, la víctima suele simplemente borrarse de la consulta; y el falluto ni se entera. Con lo que no sólo se embroma el cliente que sigue, sino que se carga un poco a la propia profesión.
¿Que puede hacer un consultante cuando cree que su psicólogo no está respetando la privacía, no cuida la reserva debida, o simplemente es un buchón?
Lo primero es señalarle que espera de él que se calle lo que tiene que callar. También puede recurrir a la Comisión de Ética su Colegio Profesional para que tome medidas. Y si encima cree que ha sido perjudicado por la indiscreción le queda la opción de iniciar una demanda por mala praxis.
Lo lamento por lo colegas que no aprendieron que ser chismoso convencional es contrario a la profesión, y prefirieron ejercitarse esa “teoría” basada en el arte de la insinuación maliciosa que brindan nuestras atrasadas facultades de psicología.
Volviendo a los derechos del consultante que vengo promoviendo: tiene usted derecho a exigir de su psicólogo la más absoluta reserva de todo lo que llegue a enterarse y que usted no consienta en revelar. En caso de que no se respete este derecho, es su opción hacer valer el escarmiento.
Y si el aludido es incapaz de mantener el pico cerrado, pues que se busque otra profesión...
Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: mamicordion@cpenet.com.ar