21 septiembre 2011

TOMATAZO


Podría haber iniciado con otro encabezado, tal como “El golpe del tomate”, o algo similar. Pero mi tendencia a confinar los títulos en una sola palabra me juega esta pasada. Por eso, prefiero arrancar con el tema sin tanto miramiento e ir al asunto con una escena de esas, cotidiana, como la que cualquiera de nosotros suele matizar el día. Le aseguro que no es inventada, simplemente es reveladora, y me provee de un punto por donde entrarle al asunto.
Paso confiadamente por la verdulería (sí, debo reconocer que también a mí me tocan tareas pedestres), miro buscando, y apunto.
¿Cómo anda? A cuánto tiene el tomate– pregunto, con toda inocencia.
Doce… – respuesta escueta, que dispara en mí un respingo.
Bueno, parece que por unos días no voy a poder comer tomates…
Cosa suya, es la oferta y la demanda– masculla.
Carajo, que mala onda, pienso, lo cual despierta en mí ese rasgo querulante, que ya me ha metido en varios entuertos.
No creo, más seguro que alguno ha andado toqueteando la cosa de los precios, digamos que empujando con el dedito para arriba el supuesto equilibrio…
El tipo se empieza a amoscar, parece que no debo ser el único que se resiste al atraco, no de él, pero sí de los dueños del dedito de la “libre” oferta, a la suba. Trato de ser amable, sonriente, lamentablemente pedagógico. A veces me da por ahí.
Lo que pasa –sigo– es que con eso nos jodemos todos, vea: se jode el que “fabrica” el tomate, porque le pagan una miseria, te jodés vos porque no podés venderlo, y me jodo yo porque no voy a comer tomates en un tiempito, digamos hasta que pasen las elecciones. Y pienso que se jode el país, porque esto es una maniobra de vos ya sabés quien…
Noto que el tipo se encula un poco más sin entender mi intento solidario, sobre todo para con él. Bueno, para hacerla simple, la cosa termina en que yo no le compro ni una lechuga (excelente complemento para el tomate, frustrada en su apareamiento) y, manteniendo la sonrisa, ahora tirando a canchera, me voy pensando una frase no dicha: “vos te vas a tener que meter tu oferta en algún lugar, porque yo me llevo mi demanda”…
Subo al auto, y en ese momento me asalta una diminuta culpa.
Pobre tipo, pienso, no sólo lo joden sino que además lo meten a defender el argumento de los cabrones que arman el tinglado. Arranco, pero no puedo dejar de sentir lástima por el bolichero, que me había parecido una buena persona.
Sí, una reacción realmente pelotuda la del tipo.
Alienado”, pienso.
(Ahora me doy cuenta que ése podría haber sido un título a la nota y habría cumplido con ser una sola palabra. Pero ya es tarde, no lo voy a cambiar, aunque vaya al corazón del asunto.)
La expresión se usa mucho en psicopatología, un alienado puede ser alguien que tiene una afección que le impide estar en la realidad, más precisamente viene de alien-alienus, una latinada para decir “extraño”.
En el caso presente es un poco diferente, y se usa desde hace tiempo para referirse a quien está en lo de otro, no en sus propios zapatos. O sea, que responde a un interés que cree es el suyo, pero que no… Digamos que viene a ser la contrapartida de ideología, en el sentido de “falsa conciencia” o de “interés disfrazado”.
No quiero darle a las largas al asunto, creo que se entiende de una. Porque lo que importa es que hacemos ante esa incapacidad para percibir el lugar que uno ocupa dentro del entramado social, en especial cuando el poder nos la pone por la cabeza pero no alcanzamos a darnos cuenta.
Lo primero que se me ocurre es la resistencia pasiva, o cómo diría ese personaje entrañable de un relato de James Joyce, “preferiría no hacerlo”… Lo que supondría atravesar un breve período de abstinencia tomatal, y esperar a que el precio “se ponga decente”.
Un modo de sentirse uno mismo decente ante los hijos de buena madre que no encuentran otro modo de expresar su frustración electoral, pasándonos el mensaje “nos van a comer los piojos con éste gobierno que nos lleva a la hiperinflación, esa que nos aterra porque ya sabemos como fue”. (Ante la falta de programa, bueno es remachar con la triada “corrupción-inseguridad-inflación, ¿no cree?).
El problema es que ya no comemos vidrio, por molido que venga.
Lo segundo que se me ocurre es lo bueno que sería reconquistar la autonomía alimentaria de una vez por todas, la misma que el gobierno provincial, que se la pasó mirando para otro lado con los programas nacionales al respecto, no quiso, no supo, o no pudo impulsar.
Porque planes no faltaron, ni siquiera faltó la guita. Simplemente no lo hicieron. Comentemos al menos el programa que tienen que ver con la horticultura peri-urbana. Que en términos más criollos simplemente promueve que cada ciudad, grande o pequeña, desarrolle en su entorno un sistema de generación de productos de consumo propio.
Le cuento cómo se puede desarrollar y verá que a un corto plazo nos podemos librar de los Golpes de Tomate (y de cualquier otra hortaliza que se les ponga):
Tome unas cuantas hectáreas de tierras fiscales y acondiciónelas; busque gente con su familia que no tenga laburo, o simplemente tenga ganas de progresar; recurra a los del INTA, para que brinden semillas, capacitación, asesoramiento, asistencia y todo lo que sí saben hacer; utilice los fondos enviados por Nación para subsidios destinados a ese fin; genere un Mercado de Abasto o de Concentración, para distribuir al por mayor y por menor. Reinicie el ciclo tantas veces como sea necesario. Y dele para adelante.
Todo lo cual va a generar un verdadero mercado local, abaratará los precios de todos los “tomates” que nos quieran “vender”, generará empleo, riqueza, y mejor onda en los amigos verduleros aunque sigan alienándose en eso de la “oferta y la demanda”…
Lo cual permite responder de antemano a las preguntas del susodicho amigo verdulero creyente en el “libre juego de la oferta y la demanda que lleva al equilibrio espontáneo de los mercados” (ufff... ¿Alguno cree aún en estas gansadas?).
Cuando me retruque “¿y de qué van a vivir mientras esperan la cosecha”, o “¿Y quién les va a comprar la producción cuando la tenga? ¿alguno de los mafiosos de las distribuidoras que me joden a mí y me dejan sin nada si le compro a otro?”, y otras “demandas” similares, va a conttar con “ofertas” seguras de respuesta.
Mientras escribo esta nota me resuena el sonsonete de aquella vieja copla de la Guerra Civil Española:
Qué culpa tiene el tomate,
que está tranquilo en la mata,
Si viene un yanqui ladrón,
y la mete en un cajón,
Y la manda pa’ Caracas.

Es dudoso hoy y en esta circunstancia que sea el ladrón un yanqui (aunque nunca se sabe), ni que la mande pa’ Caracas. Pero aquí y ahora, desde que comencé a escribir esta nota, el tomate sigue trepando a 15, 16 o 18 mangos, sin que se pueda colegir una buena razón para que eso ocurra.
Porque no sabemos que haya habido ni peste, ni inundación, ni sequía, en los inmensos, anchos, y ajenos tomatales de la Patria…
Será cosa de seguir preguntando ¿“Qué culpa tiene el tomate”?…