Podría
haber iniciado con otro encabezado, tal como “El golpe del tomate”,
o algo similar. Pero mi tendencia a confinar los títulos en una sola
palabra me juega esta pasada. Por eso, prefiero arrancar con el tema
sin tanto miramiento e ir al asunto con una escena de esas,
cotidiana, como la que cualquiera de nosotros suele matizar el día.
Le aseguro que no es inventada, simplemente es reveladora, y me
provee de un punto por donde entrarle al asunto.
Paso
confiadamente por la verdulería (sí, debo reconocer que también a
mí me tocan tareas pedestres), miro buscando, y apunto.
–¿Cómo
anda? A cuánto tiene el tomate– pregunto, con toda inocencia.
–Doce…
– respuesta escueta, que dispara en mí un respingo.
–Bueno,
parece que por unos días no voy a poder comer tomates…
–Cosa
suya, es la oferta y la demanda– masculla.
Carajo,
que mala onda, pienso, lo cual despierta en mí ese rasgo querulante,
que ya me ha metido en varios entuertos.
–No
creo, más seguro que alguno ha andado toqueteando la cosa de los
precios, digamos que empujando con el dedito para arriba el supuesto
equilibrio…
El
tipo se empieza a amoscar, parece que no debo ser el único que se
resiste al atraco, no de él, pero sí de los dueños del dedito de
la “libre” oferta, a la suba. Trato de ser amable, sonriente,
lamentablemente pedagógico. A veces me da por ahí.
–Lo
que pasa –sigo– es que con eso nos jodemos todos, vea: se jode el
que “fabrica” el tomate, porque le pagan una miseria, te jodés
vos porque no podés venderlo, y me jodo yo porque no voy a comer
tomates en un tiempito, digamos hasta que pasen las elecciones. Y
pienso que se jode el país, porque esto es una maniobra de vos ya
sabés quien…
Noto
que el tipo se encula un poco más sin entender mi intento solidario,
sobre todo para con él. Bueno, para hacerla simple, la cosa termina
en que yo no le compro ni una lechuga (excelente complemento para el
tomate, frustrada en su apareamiento) y, manteniendo la sonrisa,
ahora tirando a canchera, me voy pensando una frase no dicha: “vos
te vas a tener que meter tu oferta en algún lugar, porque yo me
llevo mi demanda”…
Subo
al auto, y en ese momento me asalta una diminuta culpa.
Pobre
tipo, pienso, no sólo lo joden sino que además lo meten a defender
el argumento de los cabrones que arman el tinglado. Arranco, pero no
puedo dejar de sentir lástima por el bolichero, que me había
parecido una buena persona.
Sí,
una reacción realmente pelotuda la del tipo.
“Alienado”,
pienso.
(Ahora
me doy cuenta que ése
podría haber sido un título a la nota y habría cumplido con ser
una sola palabra. Pero ya es tarde, no lo voy a cambiar, aunque vaya
al corazón del asunto.)
La
expresión se usa mucho en psicopatología, un alienado puede ser
alguien que tiene una afección que le impide estar en la realidad,
más precisamente viene de alien-alienus,
una latinada para decir “extraño”.
En
el caso presente es un poco diferente, y se usa desde hace tiempo
para referirse a quien está en lo
de otro,
no en sus propios zapatos. O sea, que responde a un interés que cree
es el suyo, pero que no… Digamos que viene a ser la contrapartida
de ideología,
en el sentido de “falsa conciencia” o de “interés disfrazado”.
No
quiero darle a las largas al asunto, creo que se entiende de una.
Porque lo que importa es que
hacemos
ante esa incapacidad para percibir el lugar que uno ocupa dentro del
entramado social, en especial cuando el poder nos la pone por la
cabeza pero no alcanzamos a darnos cuenta.
Lo
primero que se me ocurre es la resistencia pasiva, o cómo diría ese
personaje entrañable de un relato de James Joyce, “preferiría no
hacerlo”… Lo que supondría atravesar un breve período de
abstinencia
tomatal,
y esperar a que el precio “se ponga decente”.
Un
modo de sentirse uno mismo decente ante los hijos de buena madre que
no encuentran otro modo de expresar su frustración electoral,
pasándonos el mensaje “nos van a comer los piojos con éste
gobierno que nos lleva a la hiperinflación, esa que nos aterra
porque ya sabemos como fue”. (Ante la falta de programa, bueno es
remachar con la triada “corrupción-inseguridad-inflación, ¿no
cree?).
El
problema es que ya no comemos vidrio, por molido que venga.
Lo
segundo que se me ocurre es lo bueno que sería reconquistar la
autonomía
alimentaria
de una vez por todas, la misma que el gobierno provincial, que se la
pasó mirando para otro lado con los programas nacionales al
respecto, no quiso, no supo, o no pudo impulsar.
Porque
planes no faltaron, ni siquiera faltó la guita. Simplemente no lo
hicieron. Comentemos al menos el programa que tienen que ver con la
horticultura
peri-urbana.
Que en términos más criollos simplemente promueve que cada ciudad,
grande o pequeña, desarrolle en su entorno un sistema de generación
de productos de consumo propio.
Le
cuento cómo se puede desarrollar y verá que a un corto plazo nos
podemos librar de los Golpes de Tomate (y de cualquier otra hortaliza
que se les ponga):
Tome
unas cuantas hectáreas de tierras fiscales y acondiciónelas; busque
gente con su familia que no tenga laburo, o simplemente tenga ganas
de progresar; recurra a los del INTA, para que brinden semillas,
capacitación, asesoramiento, asistencia y todo lo que sí saben
hacer; utilice los fondos enviados por Nación para subsidios
destinados a ese fin; genere un Mercado de Abasto o de Concentración,
para distribuir al por mayor y por menor. Reinicie el ciclo tantas
veces como sea necesario. Y dele para adelante.
Todo
lo cual va a generar un verdadero mercado local, abaratará los
precios de todos los “tomates” que nos quieran “vender”,
generará empleo, riqueza, y mejor onda en los amigos verduleros
aunque sigan alienándose en eso de la “oferta y la demanda”…
Lo
cual permite responder de antemano a las preguntas del susodicho
amigo verdulero creyente en el “libre juego de la oferta y la
demanda que lleva al equilibrio espontáneo de los mercados”
(ufff... ¿Alguno cree aún en estas gansadas?).
Cuando
me retruque “¿y de qué van a vivir mientras esperan la cosecha”,
o “¿Y quién les va a comprar la producción cuando la tenga?
¿alguno de los mafiosos de las distribuidoras que me joden a mí y
me dejan sin nada si le compro a otro?”, y otras “demandas”
similares, va a conttar con “ofertas” seguras de respuesta.
Mientras
escribo esta nota me resuena el sonsonete de aquella vieja copla de
la Guerra Civil Española:
Qué
culpa tiene el tomate,
que
está tranquilo en la mata,
Si
viene un yanqui ladrón,
y
la mete en un cajón,
Y
la manda pa’ Caracas.
Es
dudoso hoy y en esta circunstancia que sea el ladrón un yanqui
(aunque nunca se sabe), ni que la mande pa’ Caracas. Pero aquí y
ahora, desde que comencé a escribir esta nota, el tomate sigue
trepando a 15, 16 o 18 mangos, sin que se pueda colegir una buena
razón para que eso ocurra.
Porque
no sabemos que haya habido ni peste, ni inundación, ni sequía, en
los inmensos, anchos, y ajenos tomatales de la Patria…
Será
cosa de seguir preguntando ¿“Qué culpa tiene el tomate”?…