EL CAMINO Y LOS DESVÍOS
Recuerdo que en mis tiempos de estudiantes se produjo un asombroso cambio en la orientación de los bioquímicos. Nosotros —los estudiantes de las otras carreras— les incordiábamos llamándolos “revuelve-mierda”, y ellos respondían que simplemente los otros, los psicólogos en nuestro caso, revolvíamos un tipo diferente de mierda.
Como todos saben, un bioquímico profesional —entre otras muchas cosas— cuando actúa en función de clínico, tiene que aportar su tarea le toca hacer un riguroso análisis de materia fecal para establecer indicadores que a los médicos les sirven para diagnosticar y tratar una gran cantidad de dolencias.
Lo que hacen con el noble material puede resultar un tanto misterioso para los legos, pero en última instancia deben establecer el significado de la consistencia, el color, para luego concentrarse, utilizando diversos métodos de análisis químico y biológico, en otra características sutiles, como determinar los componentes que, se sabe, están relacionados con el metabolismo, la presencia de substancias patógenas, gérmenes, bacterias, y cosas así. Como no pretendo saber de su profesión no puedo dar mayores detalles.
Sin embargo hace casi un siglo se instaló entre los teóricos que dominaban el quehacer profesional de los bioquímicos, una tendencia que fue poco a poco dominando el panorama hasta convertirse en hegemónica. Uno de ellos, bastante endiosado por sus colegas, comenzó a sostener que todo lo que se hacía previamente no correspondía a lo que centralmente debía dedicarse un bioquímico. En realidad los profesionales y sus mentores teóricos habían descuidado un factor, posiblemente el único relevante para servir como guía no sólo a los que atendían la salud sino incluso para otras profesiones.
El asunto es que el teórico en cuestión sostenía con suma convicción que había que centrarse fundamentalmente en la forma: el sorete como piedra fundamental de todo conocimiento acerca de la materia fecal. (Vale recordar que para los Argentinos el término remite a la expresión coloquial para designar la unidad anatómica y funcional de la deposición, y refleja presuntamente la intención en el original teutón del autor de la teoría.) La cantidad, el color, el olor, el color, pero todo pivotando sobre el modo en que el excremento se retorcía sobre sí misma, su largo, grueso, cortes, estrías, y otros detalles evidentemente sicalípticos y escabrosos de su objeto de estudio que, debo reconocerlo, me incomoda mencionar.
Una opinión interesante que, a falta de evidencia rigurosa sobre su pertinencia, relevancia o utilidad, se esperaba que no pasase en una apreciación marginal destinada a convertirse en un tema de charla jocosa en las reuniones de las asociaciones o colegios profesionales. Pero nada más.
Sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, el concepto fue ganando terreno entre los cultores de la bioquímica clínica, hasta el punto de que, rebasado el ámbito académico universitario, se difundió de un modo inimaginable abarcando grandes sectores de la cultura mundial, y extendiendo sus explicaciones y ramificaciones a otras especialidades. Lo asombroso no había sido tanto que alguien, con sobradas dotes de capacidad intelectual y de autopromoción, extendiera dicho punto de vista, sino que masas de intelectuales, personas de una inteligencia indiscutible, adhirieran de un modo doctrinario al mismo. Esta notable concepción del bioanálisis clínico ganó terreno y se enraizó en áreas impensables, que iban desde la ingeniería civil a la astronomía, llegando a formar parte de la sabiduría convencional y popular: una macro-teoría que imponía una epistemología difícil de evadir afectando todos los rincones del saber.
Simultáneamente se fueron generando modos de atacar el problema del sorete, elaboradas técnicas y un lenguaje afín, finísimos tests sobre la forma, el color y la textura, metodologías puntillosas para detectar sutiles detalles sobre el giro, su dirección, su longitud y grosor comparativo, un aparataje conceptual exhaustivo y, sobre todo, una masiva producción de nuevos profesionales que pasaron a vivir holgadamente de ese entorno, que inducía a todos, no solo a los que padeciera algún tipo de dolencia (que los médicos y otros representantes de la actividad sanitaria deseaban detectar), a gastar ingentes fortunas en esta forma de análisis bioquímico.
En todos los países, pero en especial en el nuestro, es posible visitar aun hoy las sedes de la Asociación de Bioquímicos Estructurales Soretológicos, donde las columnas de su edificio muestran el poder creciente que los cultores de la Novísima Teoría, llegaron a detentar.
Simultáneamente crecieron las disidencias internas, con una exposición de sub-teorías y teorías alternativas, figuras prominentes que se enfrentaban encarnizadamente entre sí, o con la teoría central.
A la altura de mediados del siglo anterior el dominio era completo. A pesar de que no se había producido un corpus riguroso que pudiera dar cuenta del nivel de cientificidad necesario, la “Soretología Dinámica”, las carreras de bioquímica generaban las condiciones de rechazar sutilmente a quien pudiera poner en tela de juicio el paradigma dominante de bioquímica clínica, e incluso era difícil ejercer en otras áreas de la bioquímica sin asumir que el saber dominante pasaba por la idea central de que fuera del concepto de sorete era inentendible todo el corpus de la bioquímica.
Se llegó a expulsar expeditivamente a dos estudiantes de la carrera, que debieron completar sus estudios en otro país, por exponer de un modo gráfico la historia de la teoría, pero con un dejo de ironía y sarcasmo. Autores como Riso y Acevedo pudieron desarrollar una interpretación que denominaron con el pomposo título de “Teoría Pupal de la Deposición”, que la relacionaba la pelusa del ombligo, pero fueron cuestionados de un modo feroz.
La susodicha teoría no contradecía en nada a la original, pero daba a entender sutilmente que se trataba de un despropósito, lo cual generó un repudio de las autoridades de la universidad a la que pertenecían, en una época en la que no era posible cuestionar nada que contradijese la versión oficial. Fue para la misma época en que hablar en Matemáticas de la Teoría de Conjuntos, por ejemplo, podía dar con los huesos del bocón en alguna mazmorra o ser desaparecidos misteriosamente.
Los tiempos han cambiado y lentamente se han ido recuperando los lineamientos de la vieja bioquímica, respondiendo a los requerimientos de las disciplinas asociadas con la salud, con los consabidos desarrollos científicos que la ponen nuevamente al nivel del conocimiento actual.
Pero persisten por todas partes los sostenedores de la concepción soretológica de la bioquímica que aparecen cada tanto en los medios sin percibir el grado de ridículo de sus postulaciones. Siguen leyendo y releyendo al maestro, a sus continuadores y disidentes, y reuniéndose para debates de lo más crípticos sobre los nuevos y sutiles significado que creen encontrar en cada nueva deposición que analizan bioquímicamente.
Mientras, por no haberse enterado de esta evolución de la ciencia, millares de dolientes que pagan religiosamente (y aquí el término es pertinente), concurriendo con una frecuencia establecida, a los laboratorios clínicos, cargando su cajita con la materia fecal recientemente generada, cuidadosamente transportada a fin de que no se deforme lo más mínimo su humilde soretito. Con la esperanza de que el bioquímico de su barrio —que declara seguir las enseñanzas y dictados de Maestro Insigne creador indiscutible de la teoría sobre la importancia del color, la forma, el olor, la cantidad, etcétera— pueda establecer cual es la clave de sus padeceres.
Ni siquiera los psicólogos hemos podido desentrañar las claves que expliquen tan insólito derrape de la racionalidad o el sentido común. Tanto que ya ni lo intentamos.
Santa Rosa, Argentina, AGOSTO de 2007
26 agosto 2007
La otra psicologia IX
"AMIGO"
Personalmente considero poco relevante a qué “teoría” adhiere un psicólogo (las comillas son intencionales). Algo que puede sorprender a aquellos que me conocen y saben que no creo en el psicoanálisis, por ejemplo, y que sostengo algunas opiniones un tanto ásperas respecto de otros esquemas similares.
Es que de entrada he llegado a la conclusión de que lo que importa es que el susodicho profesional sea, por sobre todo, una buena persona. Con un poco de esfuerzo y honestidad intelectual se consigue una formación técnica sólida, lo que ayuda bastante. Pero la condición inicial de ser un buen tipo/a sigue siendo prioritaria.
Por buena persona entiendo alguien que se calienta por los demás y, cuando es psicólogo, deja para segundo puesto en el ranking andar demostrando que “su” punto de vista o el de sus maestros es el mejor.
Lo cual no es poco pedir en una especialidad que apunta a la superación del sufrimiento y la mejora en el bienestar de quienes lo buscan. Que, justamente, para eso lo buscan a uno. Y para eso pagan, vengan los morlacos de manos de la secretaria del consultorio, de la orden de la mutual, o simplemente de un sueldo en alguna institución.
Ni qué decir si el consultado pertenece al servicio público de salud o a cualquier organismo del Estado de esos que dicen estar al servicio de la población. El juego en este caso es más o menos así: “yo pago los impuestos, vos me atendés (o al menos me buscas alguna alternativa para que alguien lo haga), y entre IVA y venía, te doy de comer”. No se entiende muy bien porqué a veces hay que recordarle a algunos una obviedad tal, vea, pero así es la cosa.
Volviendo al punto de arranque, me he encontrado con este tipo de buenas personas entre mis colegas que practican diferentes enfoques, y los resultados son de notar. Digamos que es una condición necesaria aunque no suficiente, pero que rinde lo suyo.
Todo este asunto viene a cuento para encarar un tabú demasiado extendido entre los “psi”, una de esas cosas de la práctica profesional que aparecen como verdades reveladas, demostradas e “indudables” cuando en realidad no superan la categoría de prejuicios e incluso leyendas urbanas, rurales y semi-rurales.
Mas concretamente, me estoy refiriendo a la idea de que a un psicólogo no le está permitido asumir una actitud amistosa, más allá de cierta calidez artificial. Complementario a eso de la “contaminación” –que supone que no se puede atender a nadie con quien se tenga algún tipo de relación personal o laboral previa-- pero a la inversa, asume sin fundamento que terminar haciéndose amigote de personas que uno conoció porque alguna vez vinieron a buscar ayuda profesional es incorrecto o inconveniente.
Cierto, a los amigos uno los elige, y hasta los aguanta. Y el único criterio es el del afecto, que surge quién sabe donde (y nada de supuestas y oscuras motivaciones inconscientes). Como canta el “Nano”, mis amigos son unos atorrantes; y fallutos o de fierro; y serios o jodones; y burros o cultivados; y decentes o peligrosos; y como sean. Porque lo que importa es que uno los quiere. Y punto.
Claro, hay límites. Porque hay cada tránfuga amistoso, mire…
Condición: asegurarse de no abusar de eso de la “relación bilateral asimétrica”. Pero tampoco es para exagerar tanto. Que arriba y abajo son conceptos relativos y volubles.
No, no estamos obligados a ser amigos de todos los que vienen, pero es bueno tener presente que muchas personas concurren porque no tienen amigos, o no le parece adecuado contarles ciertas cosas, en caso de tenerlo.
El mito presupone que sentir simpatía (y obrar en consecuencia) por la gente que nos cae simpática es una falta, si no ética, al menos técnica. Debo vivir en pecado entonces, porque uno de los motivos más estimulantes de mi tarea es poder interactuar con la gente como lo hace la gente, y de paso serles útiles. Incluso si hace falta decirle cosas duras a un conocido que uno aprecia, o a un amigo que está metiendo la pata.
Un complemento adosado al mito anterior es la suposición nunca demostrada de que es contrario a la práctica profesional que éste cuente cosas de su propia vida. O utilice situaciones por las que puede haber pasado para ilustrar, por ejemplo, el modo adecuado o no de reaccionar en una situación. O que responda con franqueza a preguntas de tipo personal que no joden a nadie. Ni se le ocurra de admitir alguna debilidad, charlar simplemente con un poco de humor, contar chistes, o dar a entender que somos seres humanos como cualquier otro mortal.
Lo que hacemos responde a la premisa de que dos cabezas piensan mejor que una, y es conveniente que una de ellas esté fuera del agua. Una confesión que puede llegar a suponer una herejía denunciable ante el Santo Oficio para “teorías” (insisto en eso de que las comillas son intencionales”) que dan por “indudablemente” probado que tal tipo de proceder implica una contravención abominable de un mandato sacrosanto. Pero en mi barrio consideran que no pasa de ser un capricho sin fundamento riguroso. O sea, se lo pasan por la faja.
No se me escapa que hay situaciones en las que debemos interactuar con personas que no nos suscitan demasiada simpatía, y reconozco que me cuesta manejar el rechazo que me producen los manipuladores, abusadores y/o violentos.
No me siento obligado a ser especialmente buena persona con este tipo de sujetos, qué quiere que le diga. Pero por lo general tiendo a acordarme de que mi negativa a atenderlos puede significar dejar inermes a las personas que los sufren si no intento tratar de que cambien sus mañas. Y trato de recordar, de paso, aquella frase de Oscar Wilde que nos advertía que “el peor de nuestro prejuicios es creer que no tenemos prejuicios”.
Puede que a veces me ponga pesado con algunas críticas a mis colegas, pero apenas descubro que se trata de buenas personas me dejo de fastidiar, y paso a expresar mi respeto por los compinches en esta tarea que son capaces de guardarse las teorías, los encuadres y las opiniones de los próceres psi en el bolsillo trasero, si eso los obliga a la crueldad distante.
Como de costumbre cierro con el consabido servicio al consumidor: Usted tiene derecho a que lo atiendan de buena onda. Usted tiene derecho a relacionarse como un ser humano más con su “terapeuta” (por tercera vez: las comillas siguen siendo intencionales), y a preguntar lo que sea sin pasarse de la raya. Usted tiene derecho a sugerirle al psicólogo que espera que sea capaz de utilizar su propia historia personal como un recurso más para ayudarle. E incluso para pasarla amigablemente bien juntos mientras lo hace.
Aunque es bueno que no se olvide quien es el que paga y quien es el que cobra; y que cuando eso termine pueden quedar siendo buenos amigos.
Personalmente considero poco relevante a qué “teoría” adhiere un psicólogo (las comillas son intencionales). Algo que puede sorprender a aquellos que me conocen y saben que no creo en el psicoanálisis, por ejemplo, y que sostengo algunas opiniones un tanto ásperas respecto de otros esquemas similares.
Es que de entrada he llegado a la conclusión de que lo que importa es que el susodicho profesional sea, por sobre todo, una buena persona. Con un poco de esfuerzo y honestidad intelectual se consigue una formación técnica sólida, lo que ayuda bastante. Pero la condición inicial de ser un buen tipo/a sigue siendo prioritaria.
Por buena persona entiendo alguien que se calienta por los demás y, cuando es psicólogo, deja para segundo puesto en el ranking andar demostrando que “su” punto de vista o el de sus maestros es el mejor.
Lo cual no es poco pedir en una especialidad que apunta a la superación del sufrimiento y la mejora en el bienestar de quienes lo buscan. Que, justamente, para eso lo buscan a uno. Y para eso pagan, vengan los morlacos de manos de la secretaria del consultorio, de la orden de la mutual, o simplemente de un sueldo en alguna institución.
Ni qué decir si el consultado pertenece al servicio público de salud o a cualquier organismo del Estado de esos que dicen estar al servicio de la población. El juego en este caso es más o menos así: “yo pago los impuestos, vos me atendés (o al menos me buscas alguna alternativa para que alguien lo haga), y entre IVA y venía, te doy de comer”. No se entiende muy bien porqué a veces hay que recordarle a algunos una obviedad tal, vea, pero así es la cosa.
Volviendo al punto de arranque, me he encontrado con este tipo de buenas personas entre mis colegas que practican diferentes enfoques, y los resultados son de notar. Digamos que es una condición necesaria aunque no suficiente, pero que rinde lo suyo.
Todo este asunto viene a cuento para encarar un tabú demasiado extendido entre los “psi”, una de esas cosas de la práctica profesional que aparecen como verdades reveladas, demostradas e “indudables” cuando en realidad no superan la categoría de prejuicios e incluso leyendas urbanas, rurales y semi-rurales.
Mas concretamente, me estoy refiriendo a la idea de que a un psicólogo no le está permitido asumir una actitud amistosa, más allá de cierta calidez artificial. Complementario a eso de la “contaminación” –que supone que no se puede atender a nadie con quien se tenga algún tipo de relación personal o laboral previa-- pero a la inversa, asume sin fundamento que terminar haciéndose amigote de personas que uno conoció porque alguna vez vinieron a buscar ayuda profesional es incorrecto o inconveniente.
Cierto, a los amigos uno los elige, y hasta los aguanta. Y el único criterio es el del afecto, que surge quién sabe donde (y nada de supuestas y oscuras motivaciones inconscientes). Como canta el “Nano”, mis amigos son unos atorrantes; y fallutos o de fierro; y serios o jodones; y burros o cultivados; y decentes o peligrosos; y como sean. Porque lo que importa es que uno los quiere. Y punto.
Claro, hay límites. Porque hay cada tránfuga amistoso, mire…
Condición: asegurarse de no abusar de eso de la “relación bilateral asimétrica”. Pero tampoco es para exagerar tanto. Que arriba y abajo son conceptos relativos y volubles.
No, no estamos obligados a ser amigos de todos los que vienen, pero es bueno tener presente que muchas personas concurren porque no tienen amigos, o no le parece adecuado contarles ciertas cosas, en caso de tenerlo.
El mito presupone que sentir simpatía (y obrar en consecuencia) por la gente que nos cae simpática es una falta, si no ética, al menos técnica. Debo vivir en pecado entonces, porque uno de los motivos más estimulantes de mi tarea es poder interactuar con la gente como lo hace la gente, y de paso serles útiles. Incluso si hace falta decirle cosas duras a un conocido que uno aprecia, o a un amigo que está metiendo la pata.
Un complemento adosado al mito anterior es la suposición nunca demostrada de que es contrario a la práctica profesional que éste cuente cosas de su propia vida. O utilice situaciones por las que puede haber pasado para ilustrar, por ejemplo, el modo adecuado o no de reaccionar en una situación. O que responda con franqueza a preguntas de tipo personal que no joden a nadie. Ni se le ocurra de admitir alguna debilidad, charlar simplemente con un poco de humor, contar chistes, o dar a entender que somos seres humanos como cualquier otro mortal.
Lo que hacemos responde a la premisa de que dos cabezas piensan mejor que una, y es conveniente que una de ellas esté fuera del agua. Una confesión que puede llegar a suponer una herejía denunciable ante el Santo Oficio para “teorías” (insisto en eso de que las comillas son intencionales”) que dan por “indudablemente” probado que tal tipo de proceder implica una contravención abominable de un mandato sacrosanto. Pero en mi barrio consideran que no pasa de ser un capricho sin fundamento riguroso. O sea, se lo pasan por la faja.
No se me escapa que hay situaciones en las que debemos interactuar con personas que no nos suscitan demasiada simpatía, y reconozco que me cuesta manejar el rechazo que me producen los manipuladores, abusadores y/o violentos.
No me siento obligado a ser especialmente buena persona con este tipo de sujetos, qué quiere que le diga. Pero por lo general tiendo a acordarme de que mi negativa a atenderlos puede significar dejar inermes a las personas que los sufren si no intento tratar de que cambien sus mañas. Y trato de recordar, de paso, aquella frase de Oscar Wilde que nos advertía que “el peor de nuestro prejuicios es creer que no tenemos prejuicios”.
Puede que a veces me ponga pesado con algunas críticas a mis colegas, pero apenas descubro que se trata de buenas personas me dejo de fastidiar, y paso a expresar mi respeto por los compinches en esta tarea que son capaces de guardarse las teorías, los encuadres y las opiniones de los próceres psi en el bolsillo trasero, si eso los obliga a la crueldad distante.
Como de costumbre cierro con el consabido servicio al consumidor: Usted tiene derecho a que lo atiendan de buena onda. Usted tiene derecho a relacionarse como un ser humano más con su “terapeuta” (por tercera vez: las comillas siguen siendo intencionales), y a preguntar lo que sea sin pasarse de la raya. Usted tiene derecho a sugerirle al psicólogo que espera que sea capaz de utilizar su propia historia personal como un recurso más para ayudarle. E incluso para pasarla amigablemente bien juntos mientras lo hace.
Aunque es bueno que no se olvide quien es el que paga y quien es el que cobra; y que cuando eso termine pueden quedar siendo buenos amigos.
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